YIwu. Donde se me descubre el terrible sí­ndrome del rabo de lagartija

Iniciado por Aguirre, Octubre 19, 2007, 11:00:38 AM

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Aguirre

El doctor Lee II continuó mi exhaustiva revisión.

A un examen le sucedí­a  otro sin descanso. Eso sí­, con tal automatismo que, impenitente, empezó a cantar  La Macarena en mi honor.

Al cabo de dos horas el doctor me felicitó por dar negativo en todas las pruebas.
-   Bien â€" dije prometiéndomelas felices  â€" Supongo que ya puedo marcharme.
-   En cinco minutos â€" dijo el doctor â€"  Quí­tese la camisa y túmbese sobre la camilla. Le haré por último un sencillo electrocardiograma.

Obedecí­ presto. Un electrocardiograma no parecí­a tener mayor importancia. Jamás he padecido del corazón.

El clí­nico me llenó entonces el torso de parches con cables conectados a un monitor que se hallaba justo detrás de mí­. Me aconsejó que mantuviera la tranquilidad. Luego  puso el monitor  en marcha.   

-   ¿Ocurre algo? â€" pregunté viendo que de pronto el doctor frunció el ceño y guardaba silencio
-   Está… usted… â€" titubeó el doctor mirando el monitor â€"  muerto
-   ¿Qué? â€" exclamé creyendo haber oí­do mal
-   Muerto â€" repitió encogiéndose de hombros
-   ¿Muerto?
-   Así­ es. Siento comunicarle que está usted muerto 
-   ¡Pero cómo voy a estar muerto!
-   Y tan muerto.  No tiene constantes vitales
-   Pues las tendré de otro tipo 
-   Como comprenderá aquí­ sólo aceptamos las vitales.
-   Doctor â€" dije tratando de llamar su atención. â€" Está usted hablando conmigo â€" añadí­ no sin cierta sorna.

El doctor pareció reflexionar un instante. Luego, dijo:

-    Eso no es una prueba. Hablar, lo que se dice hablar, podrí­a hacerlo con la momia de Mao y eso no significarí­a que está vivo
-   Pero yo le contesto, doctor â€" repuse 
-   Eso lo único que quiere decir es que es usted un muerto más listo que los demás.
-   Y además muevo los brazos y las piernas. Ve, doctor. ¿Lo ve?- dije alzando y agitando las  cuatro extremidades.
-   Eso… es por el sí­ndrome llamado rabo de lagartija.
-   ¿Rabo de qué?
-   De lagartija ¿Nunca ha cortado el rabo a una lagartija y ha observado que sigue moviéndose?
-   Lógicamente. Le dolerá.
-   No, a la lagartija no le duele.
-   Me extraña
-   La lagartija está muerta.
-   ¿Muerta?
-   Sí­.
-   ¿Si le cortamos el rabo a una lagartija se muere?
-   No…
-   Entonces por eso se mueve
-   No, no â€" dijo el doctor empezando a desesperarse â€" Se mueve el rabo
-   ¿Si le cortamos a una lagartija el rabo, se mueve el rabo y no la lagartija? Qué raro.
-   Ya le he dicho que está muerta.
-   ¿Solo matamos a la lagartija de rabo para arriba?
-   Olví­delo, veo que es usted de ciudad.
-   Eso es, olvidémoslo. Quiero marcharme de aquí­ â€" dije tratando de incorporarme
-   Su corazón no tiene pulso.
-   ¿Y qué? â€" dije acabándome de sentar sobre la camilla
-   Pues que no irí­a usted muy lejos. Está usted muerto. â€" insistió el doctor.
-   De acuerdo, estoy muerto â€" dije empezando a desprenderme de los parches del pecho â€"  Me llevo mi cadáver a otra parte.
-   No se altere. Sé que es duro, pero debe aceptarlo. A todos nos llega la hora.
-   De acuerdo, lo acepto. Estoy muerto. Ahora si no le importa, quisiera irme: tengo que cobrar mi seguro de vida.
-   Vuelva a echarse sobre la camilla o llamaré a los agentes de seguridad. ¡Agentes! â€" gritó 
No se habí­a apagado aún el eco de su voz, cuando  los mismos hombres uniformados que me trajeron aparecieron por la puerta. Intimidado permanecí­ inmóvil.
-   ¿Ocurre algo? â€" preguntó uno de los agentes.
-   No, creo que no â€" dijo el doctor viendo que me volví­a a echar sobre la camilla â€" Pueden salir â€" ordenó luego a los hombres. â€" Bien, relájese â€" añadió. Cerré los ojos y traté de serenarme. â€" ¿Está usted casado?
-   ¿Casado? â€" dije abriendo los ojos â€"  ¿Eso explicarí­a que no tenga pulso?
-   No. Pero debemos informar a sus familiares. ¿Digame, está casado?
-   No lo sé, cómo quiere que lo sepa, ya he sobrepasado los cuarenta, y a esa edad, a uno le empieza a fallar la memoria. Además, ¿qué desea, que yo mismo se lo comunique a mi viuda? Cariño, no me esperes a cenar: me he muerto. A lo mejor no se lo cree. â€" dije irritado sin percatarme de la oportunidad que significaba aquella llamada, pues demostrarí­a, fuera de allí­, que estaba vivo 
-   No se preocupe. Yo comunicaré su muerte. Déme su número de teléfono.
-   No, no, permí­tame que sea yo. â€" insistí­ cayendo en la cuenta â€" Es mi última voluntad pos mortem
-   ¡He dicho que lo haré yo! â€" dijo el doctor tajante â€"  Sé  las palabras exactas que hay que decir para comunicar una tragedia como esta. Lo he hecho miles de veces. 
-   ¿Miles? De acuerdo, doctor.  Se lo agradezco â€" me avine ante la posibilidad de que se arrepintiera de hacer la llamada  â€" Sólo le pido â€" añadí­ en tono afligido â€" que me permita, como última voluntad, despedirme brevemente de mi familiar.
-   Claro. â€" dijo el doctor sacando un teléfono de debajo de la mesita de los instrumentos. â€" Lo tenemos siempre cerca porque nos gusta que los familiares sean los primeros en saber la desgracia
-   Ya…

El doctor levantó el auricular.

-   Dí­game el número â€" dijo

Lentamente le dicté el número de teléfono de mi casa. Rogué para mis adentros que alguien cogiera la llamada, y puestos a rogar, que de estar casado, lo estuviera felizmente.
   
-   ¿Está la señora de Aguirre? â€" dijo el doctor para mi alivio: alguien habí­a contestado. â€" ¿Qué quiere decir con, “de Aguirre…, lo que se dice de Aguirre…”? â€" añadió  repitiendo lo que le decí­an al otro lado del hilo para que yo siguiera la conversación â€" ¿Pero está?...  ¿Y sabe si tardará? ¿Que llame más tarde, que hace ocho años que se fue su mujer y  es posible que ya no tarde…? â€" repitió el doctor dirigiéndome una mirada punzante. â€"  Ya… ¿Y usted quién es?... Señora Tata, necesitarí­a hablar con algún familiar cercano al señor Aguirre. ¿Usted lo es?... No. ¿Está ahí­ su madre…? Sí­, es lo suficientemente cercano. ¿Puede decirla que se ponga, por favor? Sí­, estoy seguro que quiero hablar con ella. Seguro. â€" el doctor calló mientras esperaba. â€"  ¿Es usted la madre del señor Aguirre?... â€" dijo luego â€"  La llamo por un asunto de su hijo… No, no es para que usted se haga cargo de nada. No… Sí­, ya sé que es mayor de edad… Comprendo… Soy el doctor Lee. Lee, Lee. A secas. No, no conozco a don Rafael, pero su hijo me ha hablado de él.  La llamo desde Shanghai para… ¿Junto a Puigcerdá? No. En China… Sí­, en China, China. La llamo para darle una mala noticia… Noooo, no ha habido ningún tifón. Ni inundaciones. No, no la llamo para que  haga usted ninguna donación para los damnificados. Como comprenderá, esas cuestiones no las comunicamos al mundo  por teléfono… Gracias de todos modos. Sí­... ¡No! Ya le he dicho que es sobre su hijo â€" dijo el doctor  subiendo el tono de voz cansado de las interrupciones de mi madre â€"  Yo… Ya sé que nunca hace caso a los médicos…  â€" el  doctor me miraba ahora resoplando â€"  Si me permite.. â€" nueva interrupción â€"  Necesito que me escuche… Señora… Señora… ¿Quiere escucharme? ¡Mire que se lo espeto a las bravas…! ¿Qué…? Pues nada, ahí­ va, que  su  hijo ha muerto, ¡ea!...  ¿Me ha oí­do? Muerto. Sí­, lo que se dice muerto...  ¿Raro? â€" dijo el doctor extrañado  â€"  No, ya le he dicho que no ha habido ningún tifón… Pero señora, la gente puede morir de múltiples causas. Sí­, aunque se trate de su hijo. No.  Lo sabremos en cuanto le hagamos la autopsia.  Seguro â€" en ese momento alargué el brazo para que el doctor me pasara el auricular. Asintió â€"  Si lo desea puede hablar con él, lo tengo aquí­ a mi lado. El cree que está vivo, pero no tiene constantes vitales... Ni una.  Es muy inteligente. También puede moverse por el  sí­ndrome de rabo de lagartija. Sí­â€¦, el tí­pico sí­ndrome del rabo de lagartija. Hasta que se le pase, claro.

El doctor me pasó el auricular haciendo un mohí­n de cansancio.

-   Hola mamá… â€" dije
-   Siento que hayas muerto, hijo.
-   No estoy muerto, mamá
-   ¿Y cómo ha sido? Bueno, qué importa ya, ¿verdad?
-   Mamá…
-   Con lo joven que eras… ¡Ay Dios! ¡Pero cómo eres capaz de hacerme una cosa así­ con lo delicada que estoy!
-   Pero mamá...
-   Espera, hijo, espera â€" dijo, y seguidamente, oí­ que gritaba: - ¡Tata! ¡Búscame el móvil!...  ¡Date prisa! â€" al cabo de unos instantes volví­ a oí­r que le decí­a a la tata: â€" Anda hija, márcame tú, que yo no entiendo estos chismes. Ponme con don Rafael. â€" nuevo silencio â€"  ¿Don Rafael? ¡Ay, Don Rafael… qué tragedia… Mi hijo, que ha muerto… No lo sé. Me lo acaban de  comunicar por teléfono. Ahora mismo con el disgusto no me acuerdo, pero en un sitio muy lejos de Puigcerdá.  El doctor Lee. Sí­, Lee. No lo saben. Y a mi es que me va a dar un rapto,  como si lo viera.  Y me he dicho, antes de que me dé el rapto,  llamo a don Rafael. Bien, de momento bien. Supongo que hasta que asimile del todo la noticia.  Así­ que,  yo creo que lo mejor va a ser  que venga usted… ¿Qué? Un Momento.  ¡Tata!... ¿Tenemos sales? Sí­, tenemos. Ahora le dejo, don Rafael, que tengo al teléfono a mi pobre hijo muerto y quiero seguir hablando con él antes de que le entre el rigor mortis. No tarde, a ver si la cosa va ir a peor. Y si Dios quiere que no, pues me voy a la novena para rezar por su alma.  Hasta luego, don Rafael.   Pero hijo â€" siguió diciendo mi madre ya dirigiéndose  a mi â€" qué hací­as tú tan lejos de Puigcerdá.
-   Pero mamá, ¿no ves que estoy hablando contigo? Estoy vivo.
-   Hijo, te ruego que por una vez hagas caso a los médicos.
-   Pe…
-   ¡Calla!, y déjame decirte antes de que las lágrimas me impidan hablar, que siempre te he querido mucho y nunca te olvidaré. Que si alguna vez te he traumatizado ha sido para hacerte un hombre de bien.  Y sólo deseo que ese sí­ndrome del rabo de lagartija te dure lo suficiente para  que puedas ver el funeral tan sentido que te vamos a hacer todos tus familiares y amigos. Y ahora hijo, antes de que venga don Rafael, pásame un momento con el doctor Lee, que quiero saber si ellos tienen repartidor de cadáveres o tenemos que mandar nosotros una furgoneta a Shanghai.
-   Estoy vivo, mamá.
-   Anda, pásame al doctor â€" dijo mi madre sin hacer el menor caso.
-   Por favor, escúchame.
-   ¡A que me da el rapto! â€" gritó
-   Está bien.
-   Ah, oye, hijo, se me olvidaba preguntarte: ¿Ves alguna luz?
-   Sí­, mamá, veo una luz al fondo â€" dije. Callé unos instantes y  añadí­  para fortalecer su fe religiosa: â€"También veo la majestuosa silueta de un hombre...
-   ¡Ay, ojalá sea tu padre! â€" me interrumpió â€" Si es él, le dices que sigo muy arrepentida.   
-   Tiene la cabeza bordeada por un halo resplandeciente
-   ¿Por un qué?
-    Un halo
-   ¿Un halo? ¿En la cabeza? ¿Nada más? No, entonces no es tu padre. Pásame con el doctor.

Desolado alargué el auricular al doctor.

-   Quiere hablar con usted 

El doctor dio un paso hacia atrás meneando frenéticamente la cabeza y una mano en señal de negación.  Iba a disculpar al doctor ante mi medre cuando la enfermera, dijo:

-   ¿No le vas a coger el teléfono a una pobre madre que acaba de perder  a su hijo? Qué clase de médico eres.

El doctor tomó el teléfono de mala gana.

-   ¿Diga?... No. Nosotros nos encargamos de todo. Llamaremos al consulado y repatriaremos a su hijo en avión… ¿Qué envolvamos el féretro con plástico  para evitar que metan algo malo dentro? ¿Drogas?...   No se preocupe... Adiós señora.

El doctor Lee II colgó el auricular y guardó el teléfono.

-   Su madre parece más comprensiva que usted y de una gran entereza â€" dijo

Aguirre

Descorazonado permanecí­ en silencio sobre la camilla. No podí­a creer que mi madre, aún hablando personalmente conmigo, me diera por muerto por su fe ciega en los médicos; la misma fe ciega que el doctor Lee parecí­a profesar como si fuera un oráculo, a aquel  dispositivo electrónico al que estaba enchufado.

-   Doctor…, â€" dije tratando de atraer toda su atención â€"   ¿No ha pensado por un momento, que ese aparato, puede estar averiado?
-   Ya, claro,  â€" dijo éste con cierto desdén â€"   la culpa  es del aparato.  Como es Chino…

En ese momento el  doctor Lee I entró nuevamente en la sala. Se acercó a nosotros.

-   ¿Cómo va esto? â€" dijo
-   Compruébalo tú mismo â€" dijo su colega señalando con la cabeza al monitor

Apoyado sobre mi codo me giré acompañando la mirada del doctor Lee I. En verdad, el monitor no mostraba curva alguna electrocardiográfica, ni emití­a el tí­pico bip sonoro, sólo presentaba dos lí­neas rectas y luminosas.

-   ¡Este hombre está muerto! â€" dijo mirándome
-   Pues él dice que no.
-   No estoy muerto â€" corroboré 
-   ¿Lo ve?
-   Son las doce. â€" dijo  de pronto la enfermera en ese momento â€"  Deberí­ais ir a comer.
-   ¿Y por qué cree usted, doctor, que este hombre, estando muerto,  se mueve? â€" preguntó el doctor Lee I sin que ninguno de los dos hombres prestara  atención a la recomendación de la enfermera
-   Creo que se debe a una susceptibilidad nerviosa. Sí­ndrome de rabo de lagartija.
-   ¿Y el habla?
-   He deducido que su capacidad intelectual es superior al resto de interfectos. O tal vez sea  victima de alguna práctica vudú… ¡Quién sabe!

El doctor Lee I quedó pensativo.

-   Tendremos que asegurarnos. â€" dijo  sin dejar de mirarme, aunque su pensamiento parecí­a estar en otra parte. â€" Creo que no debemos precipitarnos. Este caso presenta una sintomatologí­a que debe ser estudiada con detenimiento â€" el doctor hizo una pausa, luego siguió diciendo: â€" Estudio que llevará tiempo y dedicación.  Y eso aquí­ es imposible…
-   ¿En qué está pensando, doctor?

El doctor Lee I miró a su colega

-   Este hombre puede ser nuestro billete para Estocolmo â€" dijo
-   ¿A Estocolmo? â€" dijo el doctor Lee II
-   El Nobel…
-   El Nobel…, claro. Estocolmo…
-   Pero para ello debemos  proceder con mucho cuidado. Ser… metódicos y escrupulosos. Y para eso necesitamos  tranquilidad. 
-   Disculpad que insista. â€" volvió a decir la enfermera  tras de ellos â€" Se está haciendo tarde. Iros a comer.
-   Sí­. Vayamos â€" dijo el doctor Lee I a su colega â€" Mientras comemos pensaremos en una metodologí­a.
-   Sí­, eso, en una metodologí­a… â€"  dijo el doctor Lee II, que bien a las claras no seguí­a el hilo de los pensamientos de su compañero, y que para hacerse valer, gritó con impostada voz de mando: â€" ¡Enfermera! ¿Tenemos catéteres?
-   ¿Qué? â€" respondió ésta.
-   ¿Catéteres, que si tenemos catéteres?
-   Catéteres, catéteres…  ¿Grandes o pequeños?
-   Grandes.
-   No.
-   En ese caso le aplicaremos tres catéteres pequeños. Se los dejaremos puestos mientras comemos. ¿Qué le parece camarada y colega doctor?
-   Déjenme marchar, por favor â€" dije sin ánimo. â€" Estoy vivo
-    Demuéstrelo â€"  dijo de pronto el doctor Lee I â€" Demuestre que esta vivo
-   ¿Demostrárselo…?
-   Sí­

Bien hondo, lo reconozco, me llegaron las palabras del doctor Lee II, sin embargo no contesté nada.  Tal vez por la estupidez que representaba, tal vez porque sabí­a que todo aquello que pudiera decir serí­a inmediatamente rebatido. Tal vez…, quién sabe.

-   Estoy vivo… â€" contesté únicamente. 

Luego hubo un silencio. Un  nudo ahogó mi garganta. Mientras tanto, los doctores me miraban expectantes e inexpresivos. Al rato, el doctor Lee II, dijo ante mi continuado silencio:

-   ¿Querido colega, de qué cree que ha muerto este hombre? ¿De una asistolia o de una bradicardia?
-   Lo sabremos, no le quepa duda.
-   Lo sabréis más tarde â€" dijo la enfermera aproximándose  â€"  Iros a almorzar ahora mismo.  Luego continuáis.
-   Sí­, creo que será lo mejor â€" dijo el doctor Lee II â€" Tengo hambre. 
-   Enfermera, â€" exclamó el doctor Lee I â€"  prepárelo todo, cuando volvamos trasladaremos a este paciente a una clí­nica.

Al oí­r esto quedé paralizado por el horror.

Oí­ cómo los doctores se despedí­an de la enfermera  y cerraban la puerta tras de sí­. Fuera oí­ que decí­an algo. Y luego silencio.

Respiré hondo. Necesitaba  pensar. Lo primero que pensé fui en huir. Pero con un atisbo de lucidez, adónde, me dije. Seguramente los dos agentes de seguridad, avisados ante tal posibilidad, estarí­an alertas tras la puerta. Además, ni siquiera sabí­a exactamente en qué parte del aeropuerto me hallaba. Así­ pues, huir no era buena idea. Lo único que conseguirí­a  serí­a agravar mi situación.

Sentí­ de pronto todo el peso de  mi cuerpo sobre la camilla.  Estaba exhausto. Apenas habí­a dormido durante veinticuatro horas, ni comido algo más que  un par de panecillos untados de mantequilla en el avión. Agotado,  sólo me quedaba esperar  que sucediera algo imprevisible que me liberara de aquella situación.

Fijé los ojos en las sombras que las lámparas dibujaban en el techo. Sentí­a frí­o y la quemazón de los parches en el pecho.

No podí­a creerme que estuviera en semejante situación. Era absurdo. Yo muerto.  Yo convertido en un rabo de lagartija. Una estúpida máquina y dos doctores locos  que no tení­an en cuenta los mí­nimos principios lógicos de su profesión así­ me sentenciaban. Pero por absurdo e irrisorio que pareciera, aquellos hombres no me dejarí­an marchar de allí­ sino para llevarme a una siniestra clí­nica para seguir estudiándome, y de donde, seguramente, no saldrí­a vivo o bien parado. Más, habiéndome convertido en su particular premio Nobel. Sólo me quedaba esperar.

Traté de no pensar en nada más. Mantener mi mente expectante y esperar mi oportunidad. Pero, tal vez por la amenaza que  suponí­a todo aquello, no pude evitarlo.

Pensé comido por la angustia. Pensé en mi infancia, en mi adolescencia, en mi juventud… Y deduje que en cada una de esas etapas habí­a sido feliz. Ahora  pasaba ya  de los cuarenta y hací­a tiempo que habí­a logrado la estabilidad económica y emocional. De lo que me sentí­a orgulloso. Adoraba a mis hijos, me cuidaba de mi madre y me preocupaba de mis hermanos…y...

Y mis pensamientos quedaron suspendidos en una ingravidez oní­rica angustiosa. Me estaba mintiendo. La verdad…, la verdad era que a pesar de todo, mi vida feliz no me satisfací­a plenamente...  Hací­a ya tiempo, mucho tiempo, que sentí­a dentro de mi una gran insatisfacción,  como si algo me faltara...

¿Vací­o? No. El vací­o espiritual,  del que tantas veces hemos oí­do hablar a los humanistas, en realidad no existe. Es mentira. Una patraña. En nuestro interior jamás se da el vací­o.  Siempre estamos llenos.

Nuestra desazón  proviene de que debemos elegir, renovar, vaciar antes de llenar. Pues no todo nos cabe dentro. Y yo, lleno, satisfecho, con una vida que otros en dos existencias no lograrí­an,  me habí­a convertido, desde hací­a tiempo  en un insatisfecho…en un ”desapasionado” espectador de mi mismo, que observa , su propia pelí­cula desde la sala oscura y segura de su vida tranquila y sin sobresaltos.

Y sin pasión, es posible… que no seamos más que eso que parece ser que soy ahora: un  rabo de lagartija que se mueve por simples impulsos eléctricos.

Sí­. Tal vez, al fin y al cabo, me dije notándome una agria sonrisa, aquella situación en la que me encontraba, no fuera más  que una mierda y esperpéntica metáfora.



-   ¿Por qué sonrí­e?  â€" oí­ que me preguntaba de pronto la arisca enfermera. Giré la cabeza. Estaba sentada cerca de mi y se apoyaba de medio lado sobre una mesa. No la habí­a visto acercarse. Parecí­a llevar largo rato observándome. Tení­a el rostro serio, y sus ojos, entre las cejas y sus altos pómulos eran dos suaves trazos. â€" ¿Qué es lo que le hace tanta gracia? â€" volvió a decir
-   Nada â€" respondí­ tornando la mirada a las sombras del techo. Hubo un intenso silencio. Luego la enfermera preguntó:
-   ¿Por qué  ha callado y no ha demostrado al doctor que está vivo?
-   ¿Hubiera servido de algo? â€" dije sin mirarla
-   Tal vez â€" De nuevo callamos. No tení­a ganas de hablar. La enfermera dijo: â€" Cree que era una estupidez, filosofí­a barata
-   Sí­
-   ¿No tiene ganas de hablar?
-   ¿Puede salvarme? â€" dije â€" Porque en ese caso, hablaré.
-   Soy una simple enfermera.
-   ¿Adónde me llevaran esos hombres?
-   Quién sabe. ¿Tiene mido?
-   Pánico.  ¿Usted también cree que estoy muerto?
-   Es posible. No demostró que está vivo y el cardiograma así­ lo certifica.

Volví­ a desviar la mirada. 

-   ¿Es la primera vez que viene a China? â€" preguntó después

Empecinado, callé

-   No sea terco. Hábleme. Se sentirá mejor.
-   No, no es la primera vez que vengo a China â€" contesté
-   ¿Negocios?
-   Al principio sí­.
-   ¿Ya no?
-   A veces.
-   ¿A qué ha venido esta vez?
-    A comprar una IP a Yiwu.
-   En Yiwu tengo un hermano trabajando en el aeropuerto. Se llama  James. Se occidentalizó el nombre, en realidad se llama Zhu.  Es muy probable que lo conozca si va a allí­. ¿Le gusta China?   

La enfermera habí­a cruzado los pies, y sus ojos, ahora, eran dos almendras que me miraban atentamente.

-   Sí­ â€" respondí­ â€" Tienen un hermoso paí­s.
-   Sí­, lo es. â€" dijo la enfermera. â€" ¿Cuánto tiempo hace que viene a China?
-   Veinte años.
-   Veinte años… â€" repitió â€" En ese caso nos conocerá bien 
-   Al principio detestaba venir. â€" me sorprendí­ diciendo. Me sentí­a calmado, y tan fatigado, que no  me hubiera extraño quedarme  dormido. Así­ que seguí­ hablando. 

La  dije que al principio sólo viajaba a Hong Kong, que odiaba la comida, los olores, el clima sofocante  y la forma de ser del chino, tan metido en sí­ mismo, tan…interesado. Pero que luego el mercado se complicó. Creció la competencia en España  y me vi obligado a viajar a otras partes de China.

La dije que me habí­a recorrido toda la costa, que nunca estuve en el interior, pero que si los doctores Lee, me lo permití­an, me gustarí­a hacerlo, aunque eso supusiera adentrarme en la zona más mí­sera el paí­s.

Le gusta hacer turismo, dijo la enfermera. Viajar., contesté.  Entre viajar y hacer turismo hay la misma diferencia que ente mirar y observar. La dije que ni siquiera viajaba con cámara fotográfica. Que si algo no recordaba,  es que por alguna buena razón pertenecí­a al olvido.

Que mi trabajo me permití­a mezclarme con la gente. Hablar con ella, conocerla de cerca.  La dije que ahora solí­a viajar al norte, por Shenyang, a pequeños pueblos. Donde la gente es más  hospitalaria.

La enfermera dijo que ella era  de por allí­ y que se habí­a  trasladado a Shanghai por cuestiones de trabajo, pero que volví­a a su tierra  cada nuevo año chino.

Seguimos  hablamos de algunos lugares que conocí­amos. Palacios, playas, paisajes, costumbres…

Entonces la expliqué una anécdota que me ocurrió en una de las ciudades que nombramos. Era invierno. Serí­an las nueve de la mañana y hací­a mucho frí­o. Yo esperaba el autobús que debí­a llevarme a la siguiente población  cuando vi que una mujer anciana se me acercaba. Caminaba muy despacio apoyada en un bastón. Tení­a las piernas arqueadas y andaba encorvada hacia delante, como si en sus espaldas portara un gran peso. Se paró justo delante de mi. Por un instante pensé que se trataba de una vieja loca.  Vestí­a sólo unos pantalones muy holgados y una fina  blusa. Debí­a tener frí­o  sin duda. Me miró y observó que tiritaba. Yo tení­a los brazos cruzados y las manos metidas debajo de las  axilas. No me atreví­ a decirle nada.  Me sonrió lentamente mostrándome los dos largos, pardos y solitarios dientes de su boca, uno en cada encí­a, se colocó el bastón debajo del brazo izquierdo  y me tendió las manos. No entendí­ su gesto. Me cogió de los antebrazos y tiró de ellos.  En el movimiento se le cayó el bastón haciendo un gran estrépito sobre la acera. Ni siquiera hizo el menor gesto para recogerlo. Solté los brazos, cogió mis manos, las metió entre las suyas  y me las calentó sin dejar de sonreí­rme y de mirarme a los ojos. Cuando creyó oportuno, dejó mis manos. Recogí­ el bastón, se lo di,  y se alejó con el mismo paso lento con que  habí­a venido.

-   Me parece que su anécdota peca un poco de afectada sensiblerí­a. â€" dijo la enfermera
-   Tal vez. â€" dije â€"   Posiblemente no reconocerí­a a aquella mujer si la viera de nuevo. Hay muchas ancianas así­ en china. Pero, lo que sí­ es cierto, es que jamás olvidaré la  extraordinaria calidez que desprendí­an sus manos.   

Seguimos hablado. La enfermera me recomendó visitar ciertos lugares.

-   Ojalá â€" dije â€" Pero creo que si salgo vivo de la clí­nica a la que esos estúpidos doctores piensan trasladarme,  me llevaré un mal recuerdo de China. 
-   No vuelva a llamarles estúpidos â€" dijo la enfermera con voz grave.
-   ¿Ah, no? ¿Y qué va a hacer? ¿Empezar a torturarme ahora mismo? Por favor, déjeme llamar al menos al consulado español...

Justo los doctores abrieron en ese momento la puerta. Dos agentes y otro hombre vestido con bata blanca entraron tras ellos. Los doctores se acercaron a nosotros mientras el resto esperaron en la puerta.

-   ¿Estabais hablando? â€"  dijo el doctor Lee II. La enfermera asintió con la cabeza â€" ¿Y de qué habéis hablado?
-   ¿Cómo es que este hombre sigue aún  tumbado? â€" reprochó el doctor Lee I a la enfermera â€" Quí­tele los parches y que se vista. Le trasladamos.

La enfermera permaneció inmóvil en su asiento. Parecí­a pensativa. Con voz tranquila, dijo:

-   He estado pensando que tal vez no sea prudente
-   ¿Por qué no? â€" dijo el doctor Lee I
-   Se acercan las olimpiadas de Pekí­n. â€" dijo la enfermera en el mismo tono â€"  Y ya sabéis el gran esfuerzo que está haciendo nuestro gobierno para cambiar la opinión que se tiene de nuestro paí­s en el extranjero. Si este hombre al final resulta que está vivo y trasciende…, se creará un escándalo que no creo que nuestros dirigentes dejen impune. Y también sabéis cómo se las gastan nuestros camaradas del  gobierno cuando se trata de…ejemplarizar al pueblo.
-   No tiene por qué trascender â€" dijo el doctor Lee I
-   Tienen confidentes en todas partes. No lo olvidéis. Sé que este paciente os ofrece una gran oportunidad, pero se os presentarán otras, no os quepa duda. Tenéis talento y sois jóvenes. Estoy segura que lograréis vuestro premio Nobel. Por qué arriesgarse a perderlo todo. Esperad a que pasen las olimpiadas.
-   No. â€" exclamó el doctor Lee I desprendiéndome  el mismo los parches que me quedaban en el pecho â€" Le sedaremos. Tú si quieres puedes permanecer al margen. 
-   La cuestión es que yo creo que este hombre está vivo. â€" dijo la enfermera. Y añadió mirando a los doctores en un tono que no ocultaba la doble intencionalidad â€": Y el caso es que… a mi no me gusta mentir.

Hubo un  tenso silencio en el que se miraron unos a otro.

-   Esto no quedará así­ â€" dijo contrariado el doctor Lee I a la enfermera. Luego  se encaminó hacia la puerta. Habló con los hombres que allí­ esperaban, y salieron dando un gran portazo
     -    Bien â€" dijo el doctor Lee II azorado â€" Le haré unas últimas pruebas    para averiguar si tiene alguna enfermedad infecciosa con las que pudiera contagiar a nuestros compatriota y le dejaré marchar.
-   Está bien. â€" dijo la enfermera levantándose del asiento â€" Date prisa. Aún no he comido.
-   Puedes irte si quieres.
-   Esperaré a que acabes â€" atajó la enfermera.

El doctor Lee II  me desconectó pro fin de aquella horrible máquina. Me tomó muestras de sangre y, mal que bien, se aseguró de  que no sufrí­a el garrotillo, el carbunco o el peligroso dengue. Luego me invitó a vestirme.

-   Puede irse â€" dijo. Y salió de la sala.

Ya vestido me acerqué a la enfermera para darle las gracias

-   No tiene importancia. â€" dijo
-   Buscaré a su hermano y le daré recuerdos de usted.
-   Recuerde que se llama Wong, James Wong.
-   James Wong… â€"  memoricé
-   No, no. Si quieres hacerte amigo de él, debe llamarle Wong, James Wong. Le gusta que le llamen así­. Es un gran admirador de 007.
-   Lo tendré en cuenta.  Gracias de nuevo.

Salí­. Mientras subí­a y recorrí­a los pasillos hacia la puerta de embarque, mi mente no hací­a más que parafrasear un verso de Pessoa: Ser es… admirarme de estar siendo. 




Isleña

Sinceramente Aguirre ... me ha encantado. Con la primera parte me reí­ lo indecible recreándome en la imagen de la madre, cualquier madre, que parecen pasar de lo que realmente preocupa al interesado para actuar como siempre, disponiéndolo todo, arreglándolo todo, quejándose sin parar de hacer cosas que en ese momento le parecen acuciantes.

La segunda, ese giro hacia la introspección personal que hace el personaje, cambiando la percepción primera irónico/divertida para encontrarse consigo mismo y hacerse las preguntas que casi todos nos evitamos hacer.

lo dicho ... me gusta!!!

Aguirre

Hace diez minutos que he decidido dejar de polemizar. La verdad es que ya siento el mono de la polémica. Pero soy un tipo con voluntad, y cuando me propongo algo, generalmente lo consigo ( quiero decir que consigo proponérmelo)  Así­ pues, no polemizaré contigo, Isleña. Si tú dices que te ha encantado mi escrito, pues nada, te ha encantado ¡ y santas pascuas!  (Sí­, sí­, lo voy a conseguir…me noto seguro de mi mismo)



Aguirre