Hilo para histí¶rias del Thunder y thy Steel (patrocinado por Buckler 0,0)

Iniciado por Imparable, Julio 11, 2007, 04:49:24 PM

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Imparable

Crónicas Kárbaras 1: La Ciudad Quemada.



Joman reposaba sobre una silla de la posada, con las piernas encima de la mesa. Daba cuenta de un barril de vino que acompañaba con un queso y carne en salazón, la cual ya llevaba encima desde antes de que empezara todo. Apoyado en el barril se encontraba el martillo con el que habí­a echado la puerta abajo y matado a los dos primeros hombres. La sangre hací­a resbaladizo el suelo, pero al jefe guerrero no parecí­a importarle el olor, ni tampoco los agónicos lamentos del posadero, aún ensartado con la espada contra una gran barrica. Afuera se oí­an los gritos de aquellos habitantes de la ciudad que habí­an sobrevivido, y de vez en cuando, frente a la puerta derribada, se veí­a a alguno de los supervivientes pasar corriendo, perseguido por algunos de los invasores; algunos habí­an intentado buscar refugio en la posada, pero al ver al gran guerrero de barba y larga cabellera, con su cota de mallas rasgada y la brigantina a la que le faltaban placas, se daban la vuelta y seguí­an calle abajo. Otro civil intentó entrar y se quedó paralizado al ver la escena, los seis cadáveres y el guerrero que con ellos habí­a acabado, y justo cuando se empezó a formar un charco en el suelo, entre sus piernas, cayó con un hacha en la nuca.
El hombre que acababa de entrar era algo más bajo que Joman, con bigote trenzado y el cabello más oscuro. Echó un vistazo a la maltrecha posada con una mirada de lo más inexpresiva, luego puso un pie en la cabeza del hombre que acababa de matar, y arrancó el hacha de su craneo. Tomó asiento en una silla manchada de la sangre del cadáver que aún permanecí­a sentado en ella.
- No saqueas? - Le preguntó Joman.
- Mi caballo ya empieza a resentirse del peso...y veo que tú has encontrado un botí­n mejor que el oro y la plata -dijo mientras cortaba una loncha de queso con su daga. ¿No violas? -Preguntó a su lí­der.
- Matar, saquear, violar... es siempre un poco lo mismo no? -Se encogió de hombros. No, hoy no me apetece. Tenemos cientos de putas que siguen al ejército allí­ a donde va, y me sobra botí­n para pagarles sus servicios a todas. Pero si quieres ausentarte...
- A estas horas no deben de quedar ví­rgenes en la ciudad, y las mujeres que no estén siendo usadas deben ser bastante patéticas.

A Joman no le importaban ni las violaciones ni animar a ello. No era para tanto. Mataban familias enteras, quemaban granjas y ciudades, robaban hasta la última moneda de cobre desgastada de cada casa ¿Que habí­a de malo en forzar a una mujer con su marido delante o mientras lloraba la muerte de este? Al menos vivirí­an, ya era más de lo que podí­an decir la mayorí­a.
Comenzaba a entrar un olor nauseabundo en la sala de la posada. Los hombres habí­an comenzado a quemar una pira construida con los corazones de los que tan valientemente habí­an defendido la plaza. El jefe que habí­a liderado al ejército desde su pequeña Villapetrea, la siempre frí­a y gris, recordó algo en el momento que el olor se introdujo en sus fosas nasales.

- ¿Y mi estandarte?
- Con mi caballo, mira, ya lo oigo, aquí­ está, frente a la puerta.

El caballo de Tronak apareció bajando por la calle y se detuvo de lado frente a la puerta que daba a la estancia donde estaban. De sus alforjas salí­a un brillo metálico apagado por el humo que cubrí­a las calles, y a un costado llevaba enrollado y atado un mástil con una bandera de tela.

- ¿Ha caí­do la Fortaleza? - Preguntó en un tono más altivo de lo normal, el que usaba cuando se acordaba de que no era un simple guerrero, sino un monarca.
- No, mi señor.
- Bien... dicen que esta ciudad tiene buen acero y buenos artesanos. Comprobémoslo. Me hacen falta un peto y unos guanteletes. Seguramente en la fortaleza tengan.
- Mi señor - Tronak sonrió de medio lado, sólo hacia la izquierda, gesto caracterí­stico de él- ¿Váis a haceros con la coraza del Rey, de esas doradas, musculadas y llenas de piedras preciosas?
- Cuando acabe con el rey de esta gente su coraza parecerá una escupidera. Pero prefiero matarlo de todo rompiéndole el cuello con mis propias manos.
- Posiblemente eso enfade a alguien. -Señaló despreocupadamente su amigo y servidor.
- Es mi derecho, me lo he ganado por combate. Aprovechemos que por ahora los dioses nos son favorables. Reúne a los hombres, que preparen un ariete, garfios, picos, palas, todo material de asedio que haya. Tenemos un castillo que tomar.

Volví­a a salirle el tono altivo, que tan descolocado dejaba a su amigo de la infancia.

- Como ordenéis mi señor ¿Por la victoria?
- ¡Por la victoria!

Y por la victoria brindaron. Tronak se levantó y se acercó aligerando el paso a su caballo. Mientras desataba el estandarte, Joman se levantó, agarró el martillo, cogió su casco de la mesa, envainó la daga, desclavó su espada de la barrica y del posadero que ya inerte cayó al suelo, y se dirigió a la puerta, camino de la fortaleza que presidí­a la ciudad.


Fin






EDITO: Le he puesto tí­tulo, porque voy a comenzar las Crónicas Kárbaras. Mientras trabajo ahostiando, soldando y doblando metal durante 8 horas seguidas se me ocurren unas cuantas ideas: cargas gloriosas, coronamientos, monasterios profanados, asedios etc. Hoy voy a poner otra histí¶ria del Thunder y el Steel, pero que no tiene que ver con estas Crónicas Kárbaras.

Bic

#1
Imparable, respondo al reto del shoutbox sobre escribir cafradas bárbaras, que hace tiempo que no intentaba nada parecido. Me ha salido ésto, a ver qué os parece (lo he redactado como si fuera continuación del primer relato, o al menos ocurriese en la misma ciudad quemada, pero es independiente):

LA HORCA



No muy lejos de allí­, un guerrero pelirrojo llamado Zardun terminaba de cargar con gesto cansado las alforjas de su caballo. Cuidadosamente, guardó varios cálices ornamentales poco vistosos que habí­an pasado desapercibidos al resto de saqueadores, pero que sin embargo podí­an alcanzar un buen precio vendidos a un artesano conocedor de su oficio. A diferencia de la mayor parte de sus compañeros, el pelirrojo sabí­a reconocer la buena artesaní­a cuando la veí­a, aunque nadie lo hubiera dicho al ver su cara bestial y sus ademanes más bien toscos.  Mesándose la barba desarreglada y pringándosela inadvertidamente de sangre, Zardun echó un vistazo a su alrededor, tratando de encontrar más objetos intactos de los que mereciese la pena apropiarse.

Vio entonces por el rabillo del ojo un movimiento extraño en la entrada de un callejón cercano. Alertado más por su intuición que porque realmente hubiera visto algo sospechoso, el pelirrojo se acercó ágilmente hacia allí­, apoyando la mano en la maza ensangrentada que colgaba de su costado. Algo le decí­a que estaba a punto de ver algo terrible, y efectivamente, al asomarse al callejón vio algo que difí­cilmente podrí­a borrar de su retina mientras viviese: el culo peludo y grasiento de Paskar, el soldado más feo del ejército, moviéndose rí­tmicamente mientras violaba a una mujer desmayada... O muerta, a juzgar por lo poco que se moví­a. Zardun apartó la mano de su arma, asqueado por la visión (no porque le importase lo más mí­nimo la mujer, sino por el asalto a su sentido de la estética), y se dispuso a volver con su caballo.

Sin embargo, algo le detuvo: captó un pequeño movimiento en un montón de basura cercano y lo observó atentamente. Al cabo de unos segundos, apareció allí­ un niño de unos doce años, que habí­a permanecido escondido bajo varias capas de desperdicios, sangre y barro. El crí­o clavó una mirada asesina en la joroba del violador, y empezó a moverse muy despacio para acercarse a él. Desde la entrada del callejón, Zardun vio un destello metálico procedente de las manos del niño, y se dio cuenta de que sostení­a una afilada horca de cuatro puntas, con el largo palo de madera cortado hasta que tuviera unos tres palmos. El pelirrojo abrió automáticamente la boca para avisar a Paskar, pero se lo pensó mejor y sustituyó su gesto por una amplia sonrisa. Nunca le habí­a caí­do bien el jorobado, que sistemáticamente se reí­a del color rojizo de su pelo y le llamaba "Zanahoria" a sus espaldas. Zardun se cruzó de brazos: si Paskar era tan idiota como para no estar atento a lo que ocurrí­a a su alrededor mientras aliviaba sus instintos, se merecí­a todo lo que le ocurriese.

El niño tomó carrerilla y se abalanzó sobre Paskar, clavándole la horca con fuerza en ese enorme culo que representaba un blanco sencillo. Una de las púas no llegó a clavarse, pero las otras tres se hundieron profundamente en su carne: dos en la nalga derecha, y la otra directamente en el ano. Tres chorros de sangre brotaron súbitamente de las heridas, y Paskar dejó escapar un grito horripilante que provocó un respingo incluso en el indiferente Zardun. El niño soltó la horca, que quedó clavada profundamente en la carne del jorobado. Paskar se retorció desesperadamente, tratando de sacársela del culo, mientras su atacante corrí­a hacia la salida del callejón. Ese fue el momento que eligió Zardun para lanzarse hacia adelante y retener al niño antes de que escapase. Aterrorizado ante la aparición de ese nuevo enemigo, el niño pataleó y se debatió en los brazos de Zardun, sin conseguir librarse. Mientras, el grito inarticulado de Paskar se habí­a convertido en una retahí­la de insultos y maldiciones.

- Paskar, ¿qué coño te ha pasado? - gritó Zardun con toda la fuerza que pudo, tratando de ahogar una carcajada - ¿Te has dejado ensartar el culo por un niño? ¿Por un puto crí­o granjero?

Retorciéndose en el suelo sin dejar de sangrar ni poder levantarse, el jorobado contestó algo ininteligible, una serie de insultos inarticulados dirigidos por igual a Zardun y al niño. Distraí­damente, el pelirrojo se dio cuenta de que la mujer a la que Paskar estaba violando habí­a muerto hací­a rato. Al verlo, Zardun torció el gesto y meneó la cabeza. Al cabo de un rato, Paskar pareció recobrar una cierta coherencia y gritó entre escupitajos:

- ¡Acerca a ese crí­o de los cojones, que voy a arrancarle los ojos con mis putas manos y a mearme en sus cuencas! ¡Eso para empezar! ¡Ese hijo de puta va a desear no haber nacido nunca!

Zardun, ahora sí­, se permitió reí­r a mandí­bula batiente mientras seguí­a sosteniendo con mano firme al niño, que seguí­a debatiéndose aunque cada vez con menos fuerza.

- No pienso darte al crí­o, Paskar. Me ha caí­do bien: tiene habilidad, sigilo, inteligencia y suficiente fuerza como para haberte clavado bien hondo esa horca en ese culo infecto que tienes...

- ¡No tienes derecho a hacer eso, zanahoria de mierda! ¿Qué quieres, carne tierna para ensartarla con tu verga? ¡Se lo contaré al jefe y te obligará a entregármelo para que lo mate!

Zardun rió más fuerte todaví­a.

- ¡Si le cuentas al jefe que te has dejado desvirgar el culo por un crí­o te matará él mismo con sus propias manos para que no deshonres al ejército con tu torpeza! Yo en tu lugar me callarí­a toda esta historia y me inventarí­a algo sobre una valerosa herida recibida en combate... Pero tú sabrás.

Sin darle tiempo a contestar, Zardun se alejó del callejón arrastrando al crí­o tras de sí­. No lo querí­a para sodomizarlo como habí­a insinuado Paskar: realmente le habí­a impresionado su valor y querí­a averiguar si tení­a pasta de guerrero. Le pondrí­a a prueba, y si demostraba ser digno... Bueno, no le vendrí­a mal un escudero para que le ensillase el caballo y cuidase de sus armas. Mientras se alejaba de allí­, oyó cómo el niño rompí­a a llorar mientras susurraba algo una y otra vez. Zardun aguzó el oí­do y se dio cuenta de quién era la muerta a la que el niño habí­a intentado vengar...

- Mamá... Mamá... Mamá...

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P & L
Los libros son finitos, los encuentros sexuales son finitos, pero el deseo de leer y de follar es infinito, sobrepasa nuestra propia muerte, nuestros miedos, nuestras esperanzas de paz.

Imparable

#2
Soldado

"Queridos Padre y Madre: hace ya unos meses que nos movilizaron y se ha establecido un campamento base en territorio enemigo. Yo estoy en vanguardia, así­ que apenas tengo tiempo para escribir esto. Las guardias se han triplicado, dormimos cada dí­a en un sitio mientras avanzamos hacia la capital enemiga. Pero por suerte aún no hemos tenido problemas, más que alguna pequeña escaramuza guerrillera que atacaba el bagaje, o eso dicen algunos compañeros, yo no me enteré de nada. Escribo esta carta sentado en el duro suelo, bajo un poncho que apenas me puede proteger de la lluvia que nos...


- ¡A formar!

¿Formar a esa hora? Era extraño, pues acababan de comer. Pero podí­a existir un motivo, algo tan grave como para hacer que todo el campamento se alborotara corriendo de un lado a otro, y el soldado temí­a y a la vez imaginaba con ilusión la razón de formar.

- ¡Nos atacan! ¡A formar toda la unidad! - Repetí­a el oficial. ¡Vamos! ¡No quiero que me maten hoy aquí­ por culpa de un montón de vagos!

Era cierto. Su momento habí­a llegado. Estaba lejos de casa, habí­a pasado hambre, habí­a soportado larguí­simas caminatas y no habí­a tenido un solo dí­a de ocio en ocho meses, pero ahora todo cambiaba. En cuatro años siempre habí­a soñado con cómo serí­a este dí­a. En su ciudad natal, a su edad, probablemente lo consideraran aún casi como un niño, a pesar de hacer tiempo que era adulto; ayudarí­a a su padre en el taller y a su madre con su hermano pequeño, todo para que su miserable familia fuera imperceptiblemente menos miserable. Sí­, en su casa era un niño, pero en el campamento de instrucción le habí­an enseñado a ser hombre, habí­a dispuesto las cosas para mandar casi toda su paga a sus padres, y hoy se demostrarí­a a sí­ mismo que, si conseguí­a sobrevivir a su contrato, podrí­a volver a su lejano hogar con la cabeza bien alta, como el héroe en que se iba a convertir. Echó su arma al hombro, colgada en bandolera, se puso el casco, ciñó el cinturón del que pendí­a el arma secundaria, y salió a la planicie donde habí­an dicho antes de montar el campamento que formarí­an.

La vieja y gloriosa Legión VI Ferrata, fundada por el mismí­simo Cayo Julio César (Él) hací­a más de siglo y medio formaba en orden de batalla.

- ¡Segunda cohorte, tercer maní­pulo, primera centuria! ¡Aquí­, ya! -Señalaba el centurión, golpeando con el plano de la espada el casco del signí­fero.

Marco Lucio Celsus, también conocido, según indicaba su placa del cuello, como legionario DCCCXII, ocupó su lugar en la primera fila, junto a Pilum, un galo flaco como una estaca, que talmente pareciera que se pudiese esconder tras el arma arrojadiza.
- Tenemos suerte, seremos de los primeros en luchar -dijo el emocionado galo.

Las tropas dacias ya se veí­an a lo lejos. Sonaban sus trompetas de guerra, alzaban sus armas, gritaban, corrí­an, reí­an, insultaban... eran animales, pero en el campamento de instrucción de Legio, tan lejano ya en la distancia y en el tiempo, en su tierra natal, le habí­an enseñado a odiar a esa gente. Decébalo era una amenaza, y tanto él como sus hombres debí­an ser destruí­dos. Por eso habí­a solicitado el traslado. Por eso hoy se encontraba en vanguardia.
Pensaba en este momento en qué le habí­a empujado a alistarse. Las continuas historias de aventuras que se oí­an por las calles y tabernas, los relatos del heróico César; las noticias sobre el carismático Trajano, hispano como él; la pobreza de su familia, con un padre que apenas podí­a mantener a su madre a él y a su hermano con su oficio como carpintero...y ella. Ella que lo habí­a rechazado. La hija del panadero, la hija del primo de su padre. Tanto tiempo juntos de niños y lo rechazaba, preferí­a comprometerse con un orfebre bajo y flaco seguramente con ancestros semitas. Qué cara pondrí­an cuando volviera. Qué chasco se iba a llevar ella. Si se acordaba... veinticinco años eran la mitad de la vida de mucha gente, más incluso. Pero Marco sabí­a que volverí­a, volverí­a para cuidar de sus ancianos padres. Su familia era longeva, habí­a conocido a sus abuelos, y cuando partió nadie en su familia tení­a aún un sólo problema en los dientes. Sí­, volverí­a y se reirí­a de sus vecinos, de los que habí­an sido sus amigos, de ella, de todos, hasta de los de la milicia urbana.

- ¡En formación de combate! ¡Ya! - Rugió el centurión. ¡Cubrios con los escudos, lanzad las javalinas, preparaos para el baile!

Ya podí­an ver la cara del enemigo, y los pilum volaron, ensartando a las primeras filas de los dacios.

-¡Desenvainad y cargad!

Marco se cubrió con el scuttum hasta los ojos y comenzó el avance hacia el cercano enemigo. Algunos ya huí­an. No tení­an disciplina, ni entrenamiento, no eran rival.
El choque fue brutal, el gladius de Marco cortaba brazos, hendí­a caras, sajaba femorales y destrozaba intestinos. La sangre enemiga derramándose sobre su mano no hizo sino excitarlo más. Los bárbaros usaban unas espadas desproporcionadamente grandes, que no dejaban lugar a la disciplina, simplemente las dejaban caer con toda su fuerza. Destrozaban la coraza, los cascos y mutilaban si conseguí­an acertar un golpe, pero en combate cercano eran inútiles. Y Marco y sus camaradas peleaban muy, muy pegados al enemigo. Ora destrozaba una boca con el escudo, ora atravesaba un cuello; los enemigos eran carne y él un carnicero. Peleaban casi desnudos, pues no tení­an armaduras, o pensaban que restaban valor ¡Qué botí­n iba a coger! Los dacios eran débiles, no eran la mitad de fuertes que el promedio de sus compañeros (excepto Pilum, pero su historia era extraña) y eran más bajos ¿Que cara pondrí­an sus mujeres? No...eran romanos, no harí­an eso.
Pero el joven soldado se arrepintió de divagar y dejarse llevar por el combate. Un enorme dacio, grande como poquí­simos legionarios, se avalanzaba contra él blandiendo un hacha empapado en sangre romana. Lo único que pudo hacer Marco fue alzar su gladius y su escudo en una posición más instintiva que defensiva y esperar. Marte decidirí­a.




Pronto más Crónicas Karbaras. Esto es un Thunder and Steel independiente.

Tejemaneje

La verdad es que este hilo me inspiró ayer tarde la siguiente saga épica publicada en Bloc de Anillas: http://www.lapaginadefinitiva.com/weblogs/alfredo/

Aquí­ le cambio el tí­tulo:

MANUSCRITO ENCONTRADO EN LAS ENTRAÑAS DE UN CADíVER QUE EL CARBONO 14 DATA COMO DE HACE LA TIRA


Forlan de Brizor, hijo de Thanor, hijo de Svessik, apodado Brichor, natural de Lodintia, del valle de Osmudsson, conocedor del Mikblor y del Bulsset, dueño de la espada Cimpirna, iba cabalgado a lomos de Ossud, hijo de Ossuder y Lutta, cuando se topó con un caballero, cerca de la laguna Frugí«r.

- ¿Quién sois vos, caballero? , dijo Forlan de Brizor, hijo de Thanor, hijo de Svessik, apodado Brichor, natural de Lodintia, del valle de Osmudsson, conocedor del Mikblor y del Bulsset, dueño de la espada Cimpirna, a lomos del fiel Ossud, hijo de Ossuder y Lutta.

- Soy Agmon de Estragman, hijo de Pí¶nturq, hijo de Mí¼ll. Me apodan Thormí«r. Soy natural de Bollssiam, del valle de Niockorm. Soy conocedor del Lulger y del Lissbuacksonn, dueño de la espada Frií¼l, y monto a mi fiel Ruc, hijo de Rucssonn y Mirliana. ¿Quién sois vos?

- Soy Forlan de Brizor, hijo de Thanor, hijo de Svessik, apodado Brichor, natural de Lodintia, del valle de Osmudsson, conocedor del Mikblor y del Bulsset, dueño de la espada Cimpirna, a lomos del fiel Ossud, hijo de Ossuder y Lutta. Y llevo mi escudo Tisstror.

- Salve y paz, amigo. Aquí­ tiene la amistad de Agmon de Estragman, hijo de Pí¶nturq, hijo de Mí¼ll, apodado Thormí«r, natural de Bollssiam, del valle de Niockorm, conocedor del Lulger y del Lissbuacksonn, dueño de la espada Frií¼l. Monto a mi fiel Ruc, hijo de Rucssonn y Mirliana. Porto mi escudo Sialmaqler y mi daga Choleomonnsat.

- Acepto su amistad y le ofrezco la mí­a, la de Forlan de Brizor, hijo de Thanor, hijo de Svessik, apodado Brichor, natural de Lodintia, del valle de Osmudsson, conocedor del Mikblor y del Bulsset, dueño de la espada Cimpirna. Monto a mi fiel Ossud, hijo de Ossuder y Lutta. Y llevo mi escudo Tisstror, además de mi daga Bí¶ller y mi cachiporra Shum.

- Nada más alto que la alianza entre dos caballeros, amigo mí­o, tenga mi bendición, la de Agmon de Estragman, hijo de Pí¶nturq, hijo de Mí¼ll, apodado Thormí«r, natural de Bollssiam, del valle de Niockorm, conocedor del Lulger y del Lissbuacksonn, dueño de la espada Frií¼l. Monto a mi fiel Ruc, hijo de Rucssonn y Mirliana. Porto mi escudo Sialmaqler y mi daga Choleomonnsat, junto a mi cachiporra Xí¶ll, asida a mi coraza Evum.

- Nada más alto, en efecto, caballerete, sin ánimo de ofender, pues ya hay cierta familiaridad, de parte de Forlan de Brizor, hijo de Thanor, hijo de Svessik, apodado Brichor, natural de Lodintia, del valle de Osmudsson, conocedor del Mikblor y del Bulsset, dueño de la espada Cimpirna. Monto a mi fiel Ossud, hijo de Ossuder y Lutta. Y llevo mi escudo Tisstror, además de mi daga Bí¶ller y mi cachiporra Shum asida a mi coraza Higgmuktol, de la que pende la aljaba Pmlnir, que alimenta con 40 flechas de punta de crictor a mi arco Urlolquia.

- No me ofende, su presencia me es grata, hombrecillo, y se lo digo con la mano en el corazón, en el corazón de Agmon de Estragman, hijo de Pí¶nturq, hijo de Mí¼ll, apodado Thormí«r, natural de Bollssiam, del valle de Niockorm, conocedor del Lulger y del Lissbuacksonn, dueño de la espada Frií¼l. Monto a mi fiel Ruc, hijo de Rucssonn y Mirliana. Porto mi escudo Sialmaqler y mi daga Choleomonnsat, junto a mi cachiporra Xí¶ll, asida a mi coraza Evum, de la que pende la aljaba Ummai, que alimenta con 40 flechas de punta de almer a mi arco Trammac. Te saludo nuevamente, amigo, alzando mi hacha Tnschilt.

- Alzo yo también a modo de saludo a mi hacha Bí¶rr en la diestra, mientras blando en la siniestra, carita de edelweiss, mi mazo de 21 puntas Svall, y con este escupitajo me considero ya su hermano, palabra de su nuevo hermano Forlan de Brizor, hijo de Thanor, hijo de Svessik, apodado Brichor, natural de Lodintia, del valle de Osmudsson, conocedor del Mikblor y del Bulsset, dueño de la espada Cimpirna. Monto a mi fiel Ossud, hijo de Ossuder y Lutta.  Llevo mi escudo Tisstror, además de mi daga Bí¶ller y mi cachiporra Shum asida a mi coraza Higgmuktol, de la que pende la aljaba Pmlnir, que alimenta con 40 flechas de punta de crictor a mi arco Urlolquia. Y las ya mencionadas hacha y mazo, hermano mí­o.

- Se acerca para poder cerrar este cí­rculo de hermanamiento con otro escupitajo Agmon de Estragman, hijo de Pí¶nturq, hijo de Mí¼ll, apodado Thormí«r, natural de Bollssiam, del valle de Niockorm, conocedor del Lulger y del Lissbuacksonn, dueño de la espada Frií¼l. Monto a mi fiel Ruc, hijo de Rucssonn y Mirliana. Porto mi escudo Sialmaqler y mi daga Choleomonnsat, junto a mi cachiporra Xí¶ll, asida a mi coraza Evum, de la que pende la aljaba Ummai, que alimenta con 40 flechas de punta de almer a mi arco Trammac. La hoja de mi hacha Tnschilt refleja la luz en mi diestra, mi mazo Thrudm simboliza la fuerza de mi siniestra, y tras el gargajo que ahí­ va, uno nuestras almas al Gran Todo, si me lo permite, con este amigable golpe en el testuz de su montura. Helo.

- Hermano mí­o, se me saltan mis lágrimas tras incorporarme y cerrar los ojos de mi caballo, el fiel Ossud, hijo de Ossuder y Lutta. Permí­tame que le corresponda para redondear esta ceremonia filial con una recia caricia a las crines de su montura realizada con amor por mi hacha Bí¶rr, que blando junto a mi mazo Svall. He ahí­ la justa respuesta de Forlan de Brizor, hijo de Thanor, hijo de Svessik, apodado Brichor, natural de Lodintia, del valle de Osmudsson, conocedor del Mikblor y del Bulsset, dueño de la espada Cimpirna. Llevo mi escudo Tisstror, además de mi daga Bí¶ller y mi cachiporra Shum asida a mi coraza Higgmuktol, de la que pende la aljaba Pmlnir, que alimenta con 40 flechas de punta de crictor a mi arco Urlolquia.

- He sentido su calor fraternal a través del cuerpo de mi caballo, el fiel Ruc, hijo de Rucssonn y Mirliana, que me ha caí­do encima como una tempestad de amor enviada por usted, amigo y hermano. Agmon de Estragman, hijo de Pí¶nturq, hijo de Mí¼ll, apodado Thormí«r, natural de Bollssiam, del valle de Niockorm, conocedor del Lulger y del Lissbuacksonn, dueño de la espada Frií¼l, que porta su escudo Sialmaqler y la daga Choleomonnsat, junto a la cachiporra Xí¶ll, asida a la coraza Evum, de la que pende la aljaba Ummai, que alimenta con 40 flechas de punta de almer del arco Trammac, se dispone, acérquese con su olor a porqueriza, y lo digo con el respeto debido, a la hoja de mi hacha Tnschilt y al tacto de mi mazo Thrudm, para seguir este protocolo familiar con verdaderos lazos de sangre.

- Egagrópila de búho, con cariño lo digo: Forlan de Brizor, hijo de Thanor, hijo de Svessik, apodado Brichor, natural de Lodintia, del valle de Osmudsson, conocedor del Mikblor y del Bulsset, dueño de la espada Cimpirna, que lleva su escudo Tisstror, además de la daga Bí¶ller y la cachiporra Shum asida a la coraza Higgmuktol, de la que pende la aljaba Pmlnir, que alimenta con 40 flechas de punta de crictor a mi arco Urlolquia, le espera con los brazos abiertos blandiendo su hacha Bí¶rr y su mazo Svall. Y, todo hay que decirlo, con la churra fuera, churra a la que por cierto llamo Cractí¯ann.

- Ya veo amigo y hermano. Acérquese a mi verita vera. Quiero que salude, cómo no, a la mí­a churra Scramtann, y a mis escandinavos cojones Olufsen & Olufsen. Agmon de Estragman, hijo de Pí¶nturq, hijo de Mí¼ll, apodado Thormí«r, natural de Bollssiam, del valle de Niockorm, conocedor del Lulger y del Lissbuacksonn, dueño de la espada Frií¼l, que porta su escudo Sialmaqler y la daga Choleomonnsat, junto a la cachiporra Xí¶ll, asida a la coraza Evum, de la que pende la aljaba Ummai, que alimenta con 40 flechas de punta de almer del arco Trammac, quiere desearle buena fortuna con el hacha Tnschilt y el mazo Thrudm.

En ese momento se oyeron unas voces cercanas:

- ¡Caballeros! ¡Caballeros! Dejen sus cuitas para más tarde, se lo ruego. Soy Asspret de Logtul, hijo de Buk, hijo de Amma, del valle de Sbí¶nn. Hemos sido asaltados. Nuestras monturas yacen heridas o muertas. Nos han robado parte de nuestras pertenencias. Pero hemos logrado repeler el ataque como buenamente hemos podido. He dejado allí­, detrás de los árboles, a mi hijo y mi sobrino. Nos acompañan sus jóvenes y bellas esposas, sus doncellas y mis jóvenes y núbiles sobrinas con sus criadas. Les pagaremos bien por su ayuda.

Forlan de Brizor, hijo de Thanor, hijo de Svessik, apodado Brichor, natural de Lodintia, del valle de Osmudsson, conocedor del Mikblor y del Bulsset, dueño de la espada Cimpirna, del escudo Tisstror, de la daga Bí¶ller, de la cachiporra Shum, de la coraza Higgmuktol, de la aljaba Pmlnir que alimenta con 40 flechas de punta de crictor al arco Urlolquia, del hacha Bí¶rr y del mazo Svall miró a Agmon de Estragman, hijo de Pí¶nturq, hijo de Mí¼ll, apodado Thormí«r, natural de Bollssiam, del valle de Niockorm, conocedor del Lulger y del Lissbuacksonn, dueño de la espada Frií¼l, del escudo Sialmaqler, de la daga Choleomonnsat, de la cachiporra Xí¶ll, de la coraza Evum, de la aljaba Ummai que alimenta con 40 flechas de punta de almer al arco Trammac, del hacha Tnschilt y del mazo Thrudm. Mantuvieron unos segundos esa mirada y gritaron al mismo tiempo:

- ¡A por ellos!

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Imparable

Crónicas Karbaras 2: La caí­da de Hí¤trenfar


Los cuernos y tambores de guerra se oí­an más allá de las murallas de la, decí­an que inexpugnable, fortaleza.

Los Kárbaros habí­an dejado atrás un rastro de destrucción, muertes y saqueos. Ninguna ciudad habí­a resistido su ataque y su ya lejana flota navegaba a Karbaria cargada de las riquezas que habí­an conseguido. Pero eso no les bastaba, las Seis Hermanas llevaban demasiado tiempo siendo una molestia. Ante ellos se alzaba la fortaleza de Hí¤trenfar, Protectora de la Ruta de las Caravanas, Guarda del Paso del Este, y vigilante de las Ruinas Prohibidas de Comidinrum, la terrible ciudad blasfema que los Antigí¼os habí­an tenido que abandonar para escapar de su maldición. La gigantesca mole de piedra estaba formada por dos murallas circulares, con ocho torres la externa y cuatro la interna y un torreón central; y ciertamente habí­a aguantado muchos cientos de años de ataques y asedios, pero hoy cambiarí­a su historia. El enorme caballo negro de Joman se acercaba al paso, al frente de las ingentes hordas guerreras. Tronak iba, como siempre que cabalgaban, a su misma altura y a su derecha, sosteniendo el estandarte que colgaba inerte sobre el asta; ni el viento se atreví­a a acercarse por allí­ aquél dí­a. La tierra vibraba con cada paso del enorme ejército. Habí­an partido de su tierra como una horda mal armada, apenas vestidos con harapos, pero tantos saqueos les habí­an dado la oportunidad de hacerse con buen acero, tanto para protegerse como para matar. Incluso tení­an tres catapultas y una balista que se habí­an salvado de los talleres de un par de ciudades y que habí­an aprendido a usar.

El lí­der alzó un brazo y todos se pararon, la tierra retumbó de tal modo que en la fortaleza las copas de la mesa del cuerpo de guardia cayeron al suelo. Miró a lo alto, al alcaide que asomaba en la barbacana.

- Tú, da orden de bajar el puente y subir el rastrillo, abandonad la fortaleza, y os dejaremos vivir -le ordenó con un tono irrespetuoso Joman.

El silencio se podrí­a cortar con una daga oxidada.

La única respuesta llegó en un tiempo que parecí­a suficiente para haber pintado un retrato que plasmara la escena. Los de abajo miraban hacia arriba, los de arriba hacia abajo, y todos permanecí­an quietos y en silencio como si las arenas del tiempo se hubieran parado. De tras una tronera, una flecha surgió y golpeó al alto guerrero en la coraza. Los bárbaros se estremecieron, Tronak miró con espanto hacia su amigo. El hombre bajó la vista a su pecho y miró la abolladura que le habí­an hecho. Era un acero bueno y grueso, y por debajo aún llevaba un gambesón, un jubón de cuero curtido, una cota de malla, y la misma túnica con la que habí­a abandonado su ciudad, que posiblemente ya estuviera tan dura como el jubón de cuero curtido. Bajo su bigote asomó una sonrisa. La sonrisa se volvió carcajada y entre carcajadas dio la orden.

- ¡Destruidlos!

Lo dijo con lágrimas en los ojos, intentando no caerse del caballo por las risas. La cara del alcaide se puso blanca como la nieve de Karbaria y su cabeza desapareció hacia el interior de la fortaleza.

Escalas, cuerdas con garfios, arietes, fuego... los recién llegados se lanzaban a la carga contra las murallas, y las catapultas sonaban como un arbol cayendo al lanzar sus proyectiles.

Joman, Tronak, Utghrik, Khulchwichtz, Scahach, y todos los nobles que habí­an partido a la guerra permanecí­an quietos sobre sus monturas. La infanterí­a caí­a a cientos, atravesados por flechas, aplastados por rocas, empalados en las estacas del foso o cocidos con el agua que tiraban desde las almenas y matacanes. Pero por cada uno que caí­s dos corrí­an a sustituirlo y ninguno a socorrerlo, y los cadáveres empalados hací­an basante por impedir que más gente se clavara las estacas. Al final el ariete consiguió llegar al puente, cuando el sol comenzaba a descender tras el horizonte. Pero el enemigo estaba encerrado, y la batalla podí­a relajarse un poco.
Desde la barbacana arrojaban más agua hirviendo a través de las ladroneras. Se hací­a imposible tirar abajo el puente levadizo.

- Necesitamos luz -Dijo el lí­der bárbaro cuando el sol ya estaba medio oculto tras las montañas de Hnitbiorga ¡Aceite, brea y fuego! -Se dirigió a sus nobles en el regio tono que usaba cuando daba alguna orden crucial en la batalla- Que se preparen todos los arqueros y la balista, quiero todo lo que tengamos que arda contra ese puente levadizo.

Lo que vino después es Historia. El puente ardió. Los hombres entraron por la puerta, treparon por las murallas, los hombres de los patios externo e interno se ahogaron entre los guerreros. La fortaleza cayó ante el irresistible embite de los miles de guerreros. Joman entró en la torre del homenaje a pie, pero no atendió a la espada que el alcaide arrojó a sus pies. En lugar de eso se dejó llevar por la ira. Lo apuñaló en el vientre y golpeó su boca con la cabeza cubierta por el yelmo una y otra vez, hasta que fue imposible que el hombre tuviera un sólo diente entero. Le tapó la boca con una mano.

- Traga -Dijo, rojo por la furia y la sangre que le manchaba parte de la barba- Traga por todos aquellos que cayeron. ¡Compañeros! ¡Este hombre podí­a haber evitado que todos sus hombres murieran! Y sobre todo... Podí­a haber evitado que tantos amigos nuestros no nos vayan a acompañar hasta Batarclos.

El silencio en el Gran Salón era casi tan denso como cuando habí­a empezado la batalla, aunque lo rompí­an las plegarias de los moribundos y las súplicas de los soldados que intentaban escapar de la plaza. El bárbaro clavó sus profundos ojos azules en el vencido alcaide mientras con su daga le cortaba las correas de la coraza.

- Tú no mereces que te rompa el cuello.

Lo que el desgraciado defensor pretendió decir quedó en un patético barboteo de sangre densa y trozos de diente que salieron de su boca. El alto guerrero clavó su daga algo más arriba de donde lo habí­a herido antes y empezó a moverla en el interior del hombre. Luego, metió su mano en el pecho y arrancó su corazón, palpitando levemente. El moribundo, perdiendo la consciencia, cayó al suelo, con un rictus de horror que nadie recordaba haber visto nunca. Joman tiró el corazón al suelo y lo pisó con todas sus fuerzas, dejándolo junto a la cara del cadáver.

Hí¤trenfar no tení­a riquezas que saquear. Aunque sí­ acero y comida. Y los iban a necesitar. Ante ellos, unas leguas hacia occidente, se alzaban la Cordillera de Hnitbiorga, y se verí­an obligados a atravesar el Desfiladero de los Reyes hasta llegar a la Puerta de Badonnia, serí­a el momento más peligroso de su viaje, encajonados entre dos angostas paredes y tratando de derribar una gigantesca puerta que según las leyendas kárbaras era toda de hierro y piedra. Pero antes de emprender la marcha, ahorrando las fuerzas que se desperdician en la euforia de los saqueos, descansarí­an (¡tras tantas semanas!) y dormirí­an una, o tal vez dos noches.





Vale, aún tengo que pulirla bastante. Es que llevaba un par de semanas aparcada, y la verdad, si no estoy currando con hierro no me salen bien.

Panzerfaust


Imparable


Fernández

Cita de: Imparable en Agosto 10, 2007, 02:02:32 PM
Khulchwichtz
Este nombre por sí­ solo se merece una cerrada salva de aplausos.

Además yo suponí­a que los bárbaros como Tronak respetarí­an a sus enemigos cuando luchaban con valor.
Otro dí­a perfecto.

Imparable

Tengo un grueso libro de mitologí­a que viene muy bien para sacar nombres.

Imparable

Dejad ya la mierda experimental, intimista y posmoderna, yo os traigo escritura a la vieja usanza:

Crónicas Karbaras 3: Más allá de la Puerta de Badonnia


Avanzaban bajo la amenazante sombra de las gigantescas estatuas talladas en la dura roca. Tan sólo la hoja de sus pétreas espadas, sobre las que descansaban las manos de los guerreros ya era más alta que la mayor construcción que se recordara en Karbaria. Más incluso que la fortificación que dejaban a sus espaldas. Eran guerreros curtidos y poco impresionables, pero no se podí­a evitar alzar la vista hacia aquellos rostros gastados por el tiempo y oí­r murmullos de admiración. El Desfiladero no era recto, y la ancha "Calzada de los Antigí¼os" que lo cruzaba estaba a tramos gastada, escondida bajo salvaje vegetación, o hundida en pozas poco profundas que se habí­an formado a lo largo de los siglos. Tras un recodo del camino, circundando el yelmo de piedra caí­do de uno de los colosos (Joman observó que era más grande que su lejana fortaleza, allá en el Norte) se alzaba ante ellos la Puerta de Badonnia.

O lo que quedaba de ella.

El tiempo no la habí­a tratado bien. Sospechaban que todos los enemigos que no habí­an aparecido para acribillarlos desde lo alto de las grises cabezas aparecerí­an defendiendo la puerta. Pero allí­ no habí­a nadie, sólo el carruaje de un mercader azotando a los bueyes para escapar de los invasores; ni le prestaron atención. Y de la puerta apenas quedaban unas ruinas. Habí­a sido de acero y madera, pero sobre todo de madera. Los tablones que la formaban eran robles enteros que habí­an sido tallados en tiempos inmemoriables, y aún quedaban en el suelo algunos, quebrados, mellados por las hachas de saqueadores que se habrí­an hecho la casa a su costa. Los goznes de las puertas habí­an caí­do hací­a décadas. O siglos. Y se hallaban oxidados en el suelo, grandes como barcos, y gruesos como el muro de una casa. Aunque alzando la vista, a pesar de la molestia que causaba el sol, se podí­a ver que aún quedaba uno en su sitio, tambaleándose por el viento, esperando a caer como un hacha espera a un cuello. Del arco que habí­a cerrado la parte superior de la puerta, donde debieran haber estado apostados cientos de guerreros que los acribillarí­an con flechas, no quedaban sino unas pocas piedras de los bordes, pero en el centro no habí­a nada. Estaba todo en el suelo, aún manteniendo su vieja forma. Las enormes piedras de claro granito quebradas por la caí­da. Era como un puente de los que construí­an aquellos hombres del misterioso y poderoso Reino del Sur, que decí­an haber visto los abuelos de los abuelos de los abuelos de sus padres. La verdad, el paisaje era un poco decepcionante en comparación con lo que esperaban.

Y, tras la puerta, después de que el desfiladero se abriera; la luz. Ante ellos se abrí­a una tierra verde hasta la que llegaba la Calzada de los Antigí¼os, perdiéndose entre los robles. La zona caí­a en pendiente, así­ que podí­an ver con bastante claridad la región que se extendí­a a sus pies. Un gigantesco bosque rodeado de montañas con nieve en sus cumbres. Un terreno limitado al oeste por una abadí­a en cuyo centro se veí­a, o más bien, debido a la distancia, se intuí­a, una isla que serí­a el lugar de reposo ideal para la poderosa flota de Joman. Y diseminadas, a lo ancho del horizonte y pequeñas, un puñado de ciudades y el humo de bastantes aldeas. Era la tierra de las Seis Hermanas, e iba a ser suya.

Joman echó la mano al pomo de su espada.

- Mi reino

- ¿Mi señor?

Tronak luchaba por dominar el estandarte. El viento les daba en la cara y a pesar de su fortaleza, agitaba con demasiada fuerza el estandarte.

- Bueno, aún no, pero será mi reino. -Admitió Joman.
- Pero... tú ya eres rey. Ahí­ arriba, en el Norte, en Karbaria ¿no te acuerdas?
- Bueno...quizás sea el momento de que la estirpe cambie. O tal vez lleves razón y aquí­ haga falta otro que no sea yo.
- Es decir...saqueamos, disfrutamos de unas vacaciones, y nos vamos.
- Habí­a pensado en algo mejor: la conquista. El derecho a reinar por combate. Mira todo lo que hemos dejado a nuestro paso, y seguimos vivos, y siguen cayendo a nuestros pies. Tal vez no seamos invencibles, pero está claro que los dioses nos son favorables. Somos el pueblo de los Hijos del Trueno, los Elegidos por los Dioses de la Guerra.

Sin mediar palabra, el lí­der comenzó el descenso por el descuidado camino de piedra, uniéndose al suyo el sonido de centenares de herraduras y miles de botas de cuero, y el tintineo de las armas. Varias millas hacia occidente, desde lo profundo del bosque, no se podí­a ver aquella marabunta humana que bajaba del Paso del Este, y el sonido y la vibración que causaba el ejército invasor era fácilmente confundido con una tormenta...a pesar del dí­a despejado.

Llegaron a la aldea en la noche cerrada. Así­ anunciarí­an su llegada.

La noche se tornó dí­a con la ingente cantidad de antorchas que cruzaban el bosque, despertando al poblado que dormí­a sin saber que no verí­a el amanecer. Apenas doscientas personas, contando ancianos, mujeres y niños. Nadie que se pudiese llamar debidamente "guerrero", salvo tal vez el jefe del pueblo, que en un gesto de valor y sacrificio retó al alto lí­der extranjero en conbate singular, pretendiendo así­ poner a salvo a su población. Joman sonrió y asintió, aceptando así­ el duelo.

Al aldeano no le dio tiempo a desenvainar.

Aferrándose a la espada del extraño, vomitando sangre, luchaba con sus últimas fuerzas por desclavarse de la puerta de su cabaña. Aún podí­a ver horrorizado como a su alrededor las casas ardí­an y su pueblo era masacrado entre risas. Los que se defendí­an eran despedazados por aquella gente que tan ampliamente les superaba en número. Los que se entregaban a la muerte con resignación sencillamente eran decapitados. Las casas eran saqueadas aunque en su interior sólo habí­a escasa comida y bebida; y hasta los animales eran perseguidos y aniquilados. El hombre al que se habí­a enfrentado y que le daba la espalda dirigéndose hacia la carnicerí­a se dio la vuelta y, con una sonrisa burlona, le dio una última orden.

- Tú vigí­lame que nadie me robe la espada. ¡Tronak! ¡Traeme aquí­ mi caballo y avisa a la gente que nos vamos!


Y así­, una vez Joman hubo recogido su espada del improvisado escudero y subido a su caballo, se volvieron a perder en la oscuridad del bosque sin preocuparse del incendio que posiblemente se fuera a extender y que podí­a acorralarlos ¿Cómo iban a temer al fuego que ellos mismos habí­an creado? En su tierra ningún padre temí­a a sus hijos, y si el hijo osaba amenazar al padre, perdí­a los dientes. La misma lógica podí­a ser aplicada al fuego, los barcos o las espadas.
Así­ que, ya lejano el incendio, la aldea carbonizada, la Cordillera de Hnitbiorga y la Fortaleza de Hí¤trenfar, y ya más cercanas aquellas maravillosas ciudades que habí­an visto a mediodí­a, Joman supo en lo más profundo de su mente que se acercaba el principio del fin, una idea que aborrecí­a. Mientras que Tronak, muy por el contrario, y sin atreverse a indagar en el porqué, sospechaba que aquél momento no era sino el fin del principio.


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Los que leen esta clase de cosas son personas, a los que le gustan los rollos de sentimientos y cosas abstractas son mariquitas.

Dan


Imparable


Nicotin

Cita de: Imparable en Agosto 31, 2007, 06:47:19 PM
Dejad ya la mierda experimental, intimista y posmoderna, yo os traigo escritura a la vieja usanza:

...me temo que no.
CitarPitita Ridruejo dice:
el otro dí­a ví­ a un tipo con un perro, y lo vi 5 minutos escasos, y dijo lo mí­nimo, pero yo digo: chalao.