No Necesitas Tu Mano

Iniciado por Amphetamine, Marzo 27, 2007, 03:29:26 AM

Tema anterior - Siguiente tema

Amphetamine

Desnudo de cintura para arriba, con mi patético cuerpo esquelético, mis miserables músculos y mi pelo sucio, me sentí­a incómodo con el oxí­geno. Me sentí­a incómodo respirando, sintiendo el asqueroso aire entrando en mis pulmones. Me sentí­a incómodo andando y notando como deambulaba entre microscópicos átomos de oxí­geno. Estaba a mi alrededor, y me molestaba. Era como llevar todo el dia un traje incómodo.
Me pesaban los párpados. Estaba cansado pero no tení­a nada de sueño; cada dí­a me costaba más conciliar el sueño. El sueño es una puta mierda, solo sirve para entrar en coma cada noche. Solo sirve para recuperar fuerzas y que el cuerpo recargue su bateria. Yo no querí­a eso, yo no querí­a hacerle el más mí­nimo caso a mi cuerpo. Yo solo querí­a seguir andando hasta que el sol hiciera ebullir mi sangre y quemara mis neuronas, bajo la coraza compuesta por mi craneo. Solo queria meter la cabeza en la bañera llena de agua hirviendo y dejarla alli dentro horas y horas hasta desgarrar mi carne y morir desangrado.
Pero no hice nada de eso; me limité a mover mis piernas por toda la casa, intentando no hacer caso al inminente dolor de garganta que se acercaba cabalgando desde lo lejos. Evitando hacer caso a mi cuerpo que pedí­a caer en cualquier lugar. Evitando hacer caso a mi cuello quebradizo que querí­a crujir y roer y gritar.
Mi vida consistí­a en evitar. En sentir la incomodidad allá donde fuera. En delirar por el cansancio y generar endorfinas para doparme de manera natural. Mi existencia era un puto estercolero, y aún así­, me sentí­a más gratificado que la mayoria de los entes mecanizados que me rodeaban.
Putas tostadoras con un trabajo y un coche y una cartera y una pareja estable. Yo queria esa pareja estable. Yo queria ese trabajo. Yo queria ese coche. Yo queria esa tostadora. Meter mi polla en esa tostadora y que me pidiera más y más y más.

Desnudo de cintura para arriba, observando mi piel pálida, mis pezones tristes y frios... mis ojos fallaban y me mareaba. Si concentraba demasiado la vista, sufrí­a espasmos cerebrales. Mi oido derecho comenzó a pitar ligeramente, pero lo ignoré. Ignoraba a mi cuerpo, sus señales de socorro, su necesidad de ser escuchado. Me imporaba una mierda mi cuerpo, y sin embargo, me preocupaba ir peinado. Era un puto muñeco de carne rota y huesos mal colocados, preocupado por estar decente para la foto.

Me peiné. Frente al espejo. Me peiné, mojándome el pelo y tratando de parecer lo menos patético posible. Otra vez la vista se me iba, me mareaba. Me sujeté al lavabo y sentí­ la necesidad agónica de golpear con mis puños desnudos ese cristal hasta atravesarlo. Notar como los pequeños trozos cristalinos se clavaban en mis manos.
Pero no hice nada de eso. Me limité a observar mis ojeras, mis ojos rojizos y mi barba de 3 dias.

Llamaron al teléfono. Al móvil. Yo no tení­a otro teléfono. Llamaron varias veces, por que no lo escuché al principio. Estaba sordo. No distinguí­a unos sonidos de otros. Llamaron y me puse. No dije nada, solo me puse. Supongo que al otro lado de la linea, alguien oyó mi respiración cansada y decidió comenzar la conversación.
“Tú tienes mi mochila. Me la he dejado en tu casa”
¿Quién cojones habí­a estaba en mi casa? Si, creo que alguien. Pero me quedé dormido, así­ que no le preseté mucha atención.
“Devuélveme la mochila. Tiene algo que no te gustaria mucho. Devuélvemela”

...

Sin soltar el teléfono, fui a mi cuarto. Vi una mochila. Estaba cerrada. Era la mochila que siempre llevaba un amigo mio, un amigo que me traí­a a casa en coche cada dia.
¿Desde donde me traí­a? ¿Qué hací­a yo cada dia? ¿Por qué el tiempo acelera y puedo notar mis células muriendo dentro de mí­?
Puag, doy asco. Soy feliz.

“Devuélveme la mochila”
“No me apetece. No sé donde estas. No sé si realmente es tuya”
“No me jodas”
“No, no te jodo”
“Pues no la habrás. Dentro está tu mano”
“¿Mi mano?”
“Sí­. Dentro está tu mano”

Miré mi brazo: seguí­a intacto desde la punta de los dedos hasta el hombro. La otra mano supuse que la conservaba, pues sujetaba el teléfono.

“que te den por el culo”
Colgué.

Volvió a llamar. Nolo cogí­. Colgué. Dejó de llamar. Miré la mochila fijamente. Y creo que también me miraba ella a mí­. Yo creo que bailaba. Bailaba techno. Seguro. La mochila estaba muriéndose, drogándose, mirándome, bailando. Y yo no sabí­a que hacer, por que posiblemente estarí­a flipando; todo cambiaba de color. Veí­a un cigarro encendido, en un cenicero. Yo no recordaba tener ese cenicero. Yo no recordaba nada. Yo no fumaba...¿o si?
MIERDA.
El cigarro desprendí­a un humo muy denso, pero no era ningún porro. Ni era ningún nevadito. Era humo de cigarro, que se iba haciendo cada vez más y más espeso, cambiando de color; veí­a el humo pasar de gris a morado, y de morado a rosa, y de rosa a verde. Azul. Rojo. El humo iba cambiando de color, haciéndose cada vez más y más denso, ocupando cada vez más espacio en la habitación. Contrayéndose y expandiéndose, como un corazón al que le falta la sangre y trata de sobrevivir fuera del cuerpo.
El humo bailaba conmigo. Todo bailaba. La mochila me miraba, queria que bailase. El humo me rodeaba como un chulo de discoteca rodea a una puta. Soy una puta, de eso no hay duda.
De repente, el humo parecen miles de insectos. Realmente nada cambia, pero me fijo y realmente está formado por miles, millones de microscópicos insectos que caminan sin rumbo, en un bucle que, visto desde fuera, produce formas. Son un inmenso ejército hipnotizado, cambiando de color, recorriendo la habitación. Un ejército de insectos de aspecto correoso. Cierro los ojos.

No quiero seguir mirando. Me aburro, me canso, me saturo. Dejo de respirar durante un minuto, y cuando por fin abro la boca y las fosas nasales, atrapo aire como si de ello dependiera mi vida (de hecho, de eso depende mi vida). Cogo aire hasta ahogarme en él, y abro los ojos.

Ya no hay humo, ni cigarro, ni cenicero. Pero la mochila sigue ahí­. Ahora esta quieta, fria, muerta. No me mira, no puede mirarme. Es una vulgar mochila sucia.
“Dentro está tu mano” ¿serí­a verdad?
Serí­a una puta patraña. Como todo lo que me dice todo el mundo. Vivimos creyendo en putas patrañas sucias y feas que conforman nuestras vidas, sucias y feas. Todo es un montón de anuncio de televisión con canciones romanticas remixeadas de fondo. Todo es falso. Todo da asco. Todo me la pone dura.

Abro la mochila y vacio su contenido en el suelo: cae una mano. Joder
Joder.
Es lo único que habia. Al cogerla, parecí­a mucho más llena, como si dentro contuviese libros, cuadernos, objetos romos. Pero dentro solo tiene una miserable mano. Y entonces me miro: al final de mi brazo ya no hay nada.
Ha desaparecido. De repente. Sin que me de cuenta. Solo un muñón mal cosido y aún fresco. Un muñón del que salen pedazos de carne brillantes.
No grito. No me asusto. No lloro. No salgo corriendo. Simplemente me extraño, me extraño muchí­simo; me jode no entender qué ha pasado. Mi mano estaba ahí­ hací­a un minuto. Lo habí­a comprobado seriamente, habia mirado. Habia mirado cuando veí­a humo de colores y cuando no lo veí­a: la mano no se habia movido de ahí­. ¿Por qué habia desaparecido de repente?
No, no habia desaparecido. Estaba en el suelo. Me agaché y la cogí­ con la otra mano. Pensé en ponérmela, pero...¿cómo?
Miré mi muñón rojizo y volví­ a mirar la mano. Asi durante un minuto, sin saber qué hacer. Miré al techo, haciendo crujir mi cuello. Los sonidos rotos salieron de debajo de mi cabeza, como si mis vértebras quisieran hacer una queja formal por como las trataba.
De repente escucho una voz.

- Ni se te ocurra intentar nada de lo que estas pensando.

Miro. La voz sale de mi muñón. La cicatriz mal cosida se mueve, como una boca.

- Olvidate de esa mano. No sirve de nada. No se ha caido, la he tirado yo. No la necesitamos.

Mi muñón me habla. La boca se mueve ritmicamente, dejando entrever unos pequeños dientes brillantes dentro. Dentro de mi brazo. No sé qué decirle, asi que dejo que siga hablando.

- ¿Ha hecho alguna vez algo por ti? Esa maldita mano...es una zorra. Tienes que ordenarle todo. “Coge esto, coge aquello”. ¿Se le ocurrí­a alguna vez hacer algo automáticamente?

“Bueno...yo....yo cuando me rascaba era automático. No lo pensaba, mi mano iba directa al punto donde me picaba”

- ¿Automático? ¡JA! Tu mano tenia órdenes de tu cerebro para hacer eso. Tu cerebro es un hijo de puta, no te avisa de cuando toma decisiones. ¿Te dice “eh, oye, que voy a ordenar a tus pulmones que respiren” o “perdona, ¿te importa si hago que tu sangre circule por tus venas?” o te pide permiso, simplemente, para decidir cuando quieres o no quieres ir a cagar, mear o comer? No. Tu cerebro es un dictador, y tu no eres más que su instrumento de transporte. ¿Tu mano? Actúa tal y como tu cerebro quiere.

“Bueno...por algo será. A mi no me importa”

- ¡Claro que no te importa! Por eso eres un fracasado y toda tu miserable vida lo serás. ¡Mí­rate! Paseando por la casa sin camiseta, viendo humo de colores y perdiendo tu mano...

“ey, que la mano la has tirado tú”

- Si, pero por que era una jodida puta. Deberias agradecérmelo.

“bueno...a mí­ me vení­a bien tenerla...”

- ¿¿Te vení­a bien?? ¿Para qué, eh, listillo? Todos sois iguales, unos malditos cobardes. Pasais un tiempo con una mano y ya estais enganchados a ella. Viviendo de los recuerdos. Patético. Eres patético.

Me estaba cansando ese jodido muñón. Tení­a hambre y me hacia sentir culpable, como si querer comerme una maldita ensalada de atún fuera un acto de subordinación. ¿Y si lo era?

- Deberias librarte de la otra mano.

“¿Por qué?”

- ¿¿Por qué?? Mí­rate al espejo. Manos, brazos, piernas, pelo, nariz, ojos...eres lo que todo el mundo espera de ti. Solo eso. No...no eres tú mismo. Ni siquiera sabes lo que es ser tú mismo. ¡Me das asco!

“No me voy a cortar la otra mano. No me apetece. Me hace falta. De hecho, me hace más falta que tenerte a ti”

- Si pretendes ofenderme diciendome eso, estas jodido. Me da igual hacerte falta o no. Yo busco algo más, yo no quiero acabar mis dias como tú, siendo un patético montón de órganos ubicados aburridamente en un cuerpo prototí­pico. Yo aspiro a más.

¿A más? Pensé que ser un muñón gilipollas no era una gran aspiración, pero me callé por que no querí­a entrar en conflicto con el extremo de mi brazo. Al fin y al cabo, no dejaba de ser parte de mí­...creo.

Durante un buen rato estuvo hablando. Habló de la liberación del organismo, de cómo escapar de la carcel que es el cuerpo y buscar una evolución. Criticó de nuevo al cerebro, dijo que jugaba a inventarse ideas como el alma o el espí­ritu para evadir y esconder los temas de auténtico interés y conflicto. Mi muñón (que estaba resultando ser un auténtico pesado) estaba convencido de que el cerebro usaba artimañas como inventarse conceptos filosóficos para que asi estuvieramos entretenidos y no nos diésemos cuenta de que, realmente, no le necesitamos.
Y siguió hablando. Una hora. Sin parar. Yo, al principio, trataba de discutirle sus ideas, cosa que parecí­a no agradarle, ya que su voz adquirí­a un tono más chillón y áspero y sus palabras pasaban a ser ataques e insultos directos hacia mí­. Cuando pasaron 20 minutos, me limité a afirmar o negar, según conviniera para la situación.

Fui a la cocina, a por un zumo. Tenia sed. Simplemente eso. El muñón se cabreó conmigo y empujó el vaso de zumo. Lo tiró al suelo y me insultó, acusándome de “cobarde”, “dependiente” y “subordinado de mis estúpidas necesidades fisiológicas”.
Entonces me cansé.

Me cansé totalmente. No pensaba aguantar a ese muñón mucho tiempo; la idea de convivir con él me agobiaba. Perder una mano podí­a asumirlo. Incluso, si me hubiera convencido con buenas palabras, me habí­a cortado la otra mano. Pero resultaba cargante, tedioso y creaba en mi un incontrolable sentimiento de furor psicópata. Yo era una persona tranquila, pero cuando alguien hací­a que mi vaso desbordara, entonces me cegaba y solo pensaba en ejercer daño.

Fui a la cocina, con el cerebro drogado y los sentidos sedados. No escuchaba, no sentí­a las cosas que tocaba. Habí­a olvidado a hablar y mi olfato habí­a muerto. Apenas veí­a. Pero un instinto natural ultra desarrollado me hací­a saber donde estaba cada objeto exactamente. Así­ que abrí­ un cajón y cogí­ un cuchillo. Un cuchillo grande y afilado, el más grande y más afilado. Puse mi brazo, con el muñón tratando de ejercer fuerza hacia los lados, sobre una tabla.
Corté el muñón. Se hizo el silencio.

Cogí­ el trozo de carne y lo tiré a la basura. Del nuevo corte salia sangre incontrolablemente. Podí­a ver el hueso sin cortar del todo, solo astillado. Podí­a ver mis venas librándose de la sangre que no quieren. Podí­a ver mi brazo por dentro. Y me gustaba
Me resultaba gratificando sentir como mi cuerpo desaparecí­a. Cogí­ el cuchillo, me quité las botas y los calcetines y me corté un dedo del pie. El dolor habí­a desaparecido, era una sensación puramente artificial. Sabí­a que me tení­a que doler, pero el dolor real, el auténtico, no existí­a. Me corté el resto de dedos, y con cada uno que conseguí­a desprender de mi pie, más placer invadí­a mi psique.

Así­ empezó la carrera contrareloj. Cuando más cortaba, más entraba en un estado de trance, de éxtasis. Me corté los pies, las piernas, los brazos. Tuve que coger una sierra para poder cortar, por que el cuchillo solo me serví­a para los dedos. Me corté hasta la pelvis. Cuando llegué a determinados huesos, no pude seguir cortando. Estaba debilitado, totalmente manchado en sangre y fluidos. Trozos de carne adoraban el suelo, acompañados de pedazos de huesos, deshechos y machacados.

Me corté el hombro y empecé a cortarme el pecho. Queria despedazarme vivo con esa sierra, pero no podí­a: el esternón estaba demasiado duro y yo, demasiado débil. Me tiré al suelo, sin piernas, sin un brazo, con trozos de carne de mi pecho y estómago colgando patéticamente o, directamente, a varios metros de mí­. Me empezó a entrar sueño, notaba que mi cerebro queria cerrar los ojos y olvidarse de todo. Descansar. Dormir. Dormir eternamente.
Entonces, en ese mismo instante, me acordé de las palabras del muñón. Según iba troceándome, más se repetian las palabras del pesado de mi breve amigo. En mi cabeza resonaban metalicamente frases como “depender de tus miserables necesidades fisiológicas” o “libérate del cuerpo”. Tení­a razón. Le odié, y su misión tal vez era esa. Ser odiado hasta el punto de morir por la causa. Le odié, sentí­ rabia por sus palabras, pero estaba causada por que me herí­a profundamente escuchar la verdad.
Cerré los ojos.
Y los volví­ a abrir.
NO. El cerebro no podrí­a conmigo. No me dominarí­a. No controlaria mis necesidades. No me iba a decir cuando dormir y cuando no, cuando comer y cuando no. No me iba a decir cuando sentir dolor y cuando no, cuando debilitarme y cuando no. El cerebro no me iba a atar más a sus denigrantes órdenes simplistas y banales.
Debí­a hacer algo.

Cogí­ la sierra (realmente, en ningún momento la habí­a soltado) y comencé a serrarme el cuello. Era dificil, por que era demasiado blando para ese tipo de sierra. Pero lo intenté, tras varios intentos, y conseguí­ profundizar. Profundicé hasta tocar las vértebras, hasta tocar el duro hueso de la columna. Y paré. Necesitaba algún instrumento más duro para deshacerme de ese hueso.
Pero no podí­a caminar, así­ que me arrastré. Me arrastré hasta que vi que no tenia fuerzas para tratar de alcanzar el pomo de la puerta y salir a la calle. Allí­ me quedé.
Una hora. Y otra. Y otra.

...

Entonces llegó alguien. Escuché gritos, chillidos, llantos. Escuché llamadas telefónicas. Escuché más gritos, más llantos. Escuché desesperación. Escuché más llamadas telefónicas. Escuché voces rudas y voces quebradas. Escuché sirenas. Escuché puertas abrirse y cerrarse. Escuché la radio de una ambulancia. Escuché más voces rudas y menos voces quebradas. Escuché voces y ruidos de puertas y de camillas durante horas, tal vez dias. El sentido del tiempo se desvanecí­a como el humo de colores.
Escuché oraciones. Escuché lágrimas. Escuché frases tópicas acerca de mi supuesta bondad. Escuché mierda saliendo de las bocas de gilipollas que nunca me habian tenido el más mí­nimo aprecio. Escuché basura, solo basura. Nada más.

Escuché una puerta cerrarse. Escuché arena cayendo en la madera. El sonido se iba haciendo cada vez más y más lejano, hasta que dejé de escuchar. Ya no podí­a oir nada. Silencio. El más absoluto y profundo de los silencios. Paz. Calma. Lucidez.

Respiré, ligeramente. Llevaba muchas horas teniendo dificultades para respirar. Cogí­ aire y me dejé llevar. Me dejé llevar por el silencio, por la quietud y el reposo. Simplemente dejé que el tiempo, que por fin habí­a retomado su sentido, pasara. Sin más.

En fin. Mañana más.

malika


Se apagan las luces entre los aplausos de aquellos gestos idiotizados que le rodean. Uno de éstos â€"entusiasmado-, grita: Todo es una pura mentira antiestética.

Puto espectáculo el del silencio que le sigue caminando hacia el abismo.


(Ya no hay vuelta atrás: el mañana no existe)

Dolordebarriga

Buen inicio y buen final pero el "mundo muñon" es realmente insufrible. El relato pierde todo el interés ahí­ y no lo vuelve a recuperar hasta que el muñón desaparece. Realmente, "cortando ese pedazo" hubiera quedado, bajo mi punto de vista mucho mejor.

Tú, ponme media libra de pierna para estofado;

Dolordebarriga
"Yo siempre documento lo que digo"

debari

 8)Una historia muy bien llevada, que gore¡¡jajajaja, la seguiste?. Está muy bien contada, tampoco creo que el tempo se desencaje y pierda interés como te dicen, aunque si hacia el final hay una aceleración, pero tampoco molesta.
En fin, que por aquí­ hay creatividad, eso es bueno.
Un saludo y por si no regreso más sigue tan bien o mejor que ahora.