Antologí­a de columnas

Iniciado por Tejemaneje, Noviembre 28, 2006, 09:07:01 AM

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Tejemaneje

UNA ESCALINATA EN LA NIEBLA (III)-JOSÉ LUIS ALVITE (PUBLICADA EN EL FARO DE VIGO EL 28/NOV/2006)

Si puedo presumir de conocer tipos duros es porque pasé la mayor parte de mi vida entre ellos. Duros y tiernos a la vez, contundentes y sensibles, triunfadores y al mismo tiempo una pizca fracasados, seguramente porque les ocurrió lo que a mí­, que no recuerdo haberle enseñado un solo villancico a mis hijos. El ex boxeador Angel Grela es mi tipo duro favorito y un magní­fico ejemplo de amarga sensibilidad. Angel habí­a encajado los demoledores puñetazos del ring como si fuesen comida, pero más de una noche le vi llorar por el recuerdo de su madre o compadecido de su mala suerte en la vida. Jamás me hice el enterado. Los tipos duros agradecen que finjas no darte cuenta de sus flaquezas. Es lo menos que un amigo puede hacer por ellos. Angel Grela se reponí­a por si mismo, sin otra ayuda que aquel rostro cálido que evaporaba las lágrimas nada más asomarle a los ojos. Eso ocurre también con Javier "Bananas", uno tipo duro que frecuentaba el "Rahid". A Javier le conocí­ hace veinticinco años a las afueras de la ciudad, en un cabaré en el que incluso le habí­an ligado las trompas a las palomas del ilusionista. Un fulano cargado de copas le habí­a sacado de sus casillas y Javier le sujetó por las solapas del traje hasta separarle casi del mapa. Nadie movió un solo dedo y el barman me disuadió de la novatada de intentarlo. Y cuando parecí­a que Javier descargarí­a sobre el rostro de aquel imbécil el demoledor peso de su ira, le soltó las solapas, le atrajo contra su pecho y le dio un abrazo tan fuerte, maldita sea, que estoy seguro de que aquel idiota habrí­a preferido el castigo de un puñetazo en las narices. Calmada la situación, Javier se lo llevó a la barra, le sentó a su lado, pidió un par de copas y le puso las cosas claras con una lección de catecismo: "Muchacho, en un sitio como este un hombre imprudente jamás debe beber más de lo que pueda mear su cadáver". Aquella noche, Javier "Bananas" se convirtió en uno de mis personajes favoritos y aunque no sepa su apellido e ignore en general los avatares de su vida, ello no quita para que sintamos el uno por el otro el respetuoso y sincero afecto que de madrugada suelen profesarse dos hombres que es como si se desconociesen de toda la vida. A raí­z de aquella escena del cabaré y a fuerza de coincidir en la barra del "Rahid", descubrí­ que Javier "Bananas" tení­a las agallas de un gladiador y el alma de un filólogo. Mediada la madrugada y cuando clareaba la clientela, el tipo duro se sentaba en un taburete, abatí­a la cabeza sobre la manos cruzadas en la copa y recitaba el "Martí­n Fierro" en un desgarrado tono confidencial hasta que con la emoción de las estrofas se le hací­a un nudo en la garganta. Entonces el tipo duro volví­a hacia mí­ su mirada turbia, levantaba su copa hacia la mí­a y hací­a una de esas confesiones que describen la valí­a de un hombre: "Aunque no hablemos mucho entre nosotros, Alvite, amigo mí­o, me gusta suponer que en la caprichosa jugada de la puta madrugada, tú y yo somos dos cartas de la misma baza". Después salí­amos a la calle distanciados por el abismo de un par de minutos y yo sabí­a que Javier "Bananas" se sentarí­a a solas en su coche, repondrí­a con una sola mano el nudo de la corbata y nada más amanecer, afrontarí­a en su despacho, como un héroe discreto e insomne, el lado rutinario, vulgar y alimenticio de la existencia humana. Siempre elegante. Ni un solo gesto malgastado fuera de aquellas manos en las que un aplauso habrí­a parecido un secreto. Hay tipos así­, ya te digo. "Bananas" es uno de ellos y yo me felicito por haberle conocido, aunque el uno del otro sólo sepamos que somos dos naipes de la misma baza. Más de una noche le vi llorar, pero nunca se quejó de nada. Serí­an cosas suyas. Los tipos duros como Dios manda sólo comparten la corazonada de la loterí­a y las buenas noticias. Salvando las distancias, Javier es como Angel Grela, uno de esos tipos capaces de animar con su conversación el quirófano mientras el cirujano les amputa una pierna. Es cierto que coincidimos mucho en "Rahid" y que hablamos poco entre nosotros, pero yo sé que si viniesen mal dadas, a mi colega del alba no le importarí­a que en el interior de su cadáver solitario se desplomase en silencio el huérfano del mí­o...

Rufo

Lo único que supera el deleite de leer los artí­culos de Alvite, es escucharlos de su propia voz.
"Ser tonto, egoísta y tener buena salud, son las tres condiciones requeridas para ser feliz; más si la primera nos falta, todo está perdido"

Tejemaneje

Creo que no. Hace año y medio o dos recopiló muchos de sus artí­culos del Savoy en "Historias del Savoy".

Tejemaneje


Ictí­neo


Tejemaneje

Y con lo de Alvite sigo mosca porque los periodistas no suelen escribir tan bien y con tanta imaginación.

Dan, espero que expulséis a este usuario del foro por decir insensateces ofensivas para todos.

Posteriormente elimina todos estos mensajes, y suicida el tuyo al final, que es el colmo que el moderador, cegado por sus impulsos animales, se dedique a vulnerar las reglas de este subforo sagrado y ejemplar.

Amén.

Rufo

Según tengo entendido, Alvite trabaja (o trabajaba) en una entidad bancaria y no conserva las columnas que escribe sino que han sido otros los que hicieron la recopilación  que posteriormente se ha publicado.
"Ser tonto, egoísta y tener buena salud, son las tres condiciones requeridas para ser feliz; más si la primera nos falta, todo está perdido"

Tejemaneje

Hay que volver a Alvite otra vez:


PUBIS DE GATO

Publicado en el Faro de Vigo el 14-Feb-2007

Cada vez que reviso mi pasado caigo en la cuenta de que solo valieron verdaderamente la pena las cosas que recuerdo mal, que son las que me permiten especular con ellas y adaptarlas para que merezca la pena haberlas vivido. En realidad a muchas de aquellas cosas que me ocurrí­an ni siquiera les presté atención en su momento porque no habí­a una sola sensación que no pudiese ser sustituida por la sensación siguiente. Cuando uno es joven incluso a la piel de sus zapatos se le renuevan las células. La vida era entonces como saltar de cine en cine sin cambiar de pelí­cula. No necesitaba fijarme concretamente en nada y no habí­a un solo disgusto que no pudiese superar con un par de cigarrillos en cada mano y cuatro horas de sueño. Eramos jóvenes, muchacho, más jóvenes que cualquier espejo en el que nos mirásemos, más jóvenes incluso que el periódico del dí­a siguiente, y no habí­a un solo defecto que no nos favoreciese al anochecer. ¡Oh, Dios!, cuando tienes veintitantos años lo único que sabes de la muerte son los sellos de las cartas y las sobras del almuerzo. De jugar al fútbol podí­as descansar nadando, porque sabí­as que del esfuerzo de nadar, a los veintitantos años un hombre se restablece sin problemas con la amniótica redundancia fetal de sudar mientras bucea. ¿Recuerdas, colega?: Del paisaje aún no habí­an hecho los fotógrafos las postales y de los errores ni siquiera los poetas conocí­an aún las consecuencias, acaba de morirse en Cambados el carpintero de la crucifixión de Cristo y no se le habí­a repetido un solo pájaro al aire del atardecer y no habí­a una sola capa de polvo que llevase más de una hora en el suelo. ¿Fracasos? Muchos, pero sin dramatizar, como cuando suspendiste matemáticas con aquel examen en el que te permitiste la arrogancia de citar a don Antonio Machado mientras pensabas en aquella chica de tu calle con la que no te habrí­a importado cometer una locura de la que con el paso de los años solo recordases un puñado de posturas en las que soltaste tanto pelo que, para ser sinceros, solo te faltó ladrar. Tu pasado, ¿recuerdas?, tu pasado era tu madre; y tu madre, amigo mí­o, estaba chapada a la antigua y solo habí­a perdido la virginidad después de haber parido a tus hermanos, como ocurrí­a con las catedrales, que todaví­a estaban repisando en sus cimientos de avena, y con aquellos hombres que habí­an vuelto de la guerra con un caos de geografí­a y remordimientos, pero sin darle importancia a lo que habí­a sucedido, como si supiesen que al cabo de los años, de todo aquel espanto solo iban a ser ciertas las cosas que por conveniencia recordasen mal. ¿Remordimientos? No lo sé. El horror genera una interesante amnesia que nos permite culpar de nuestros errores al destino, así­ que aquellos tipos regresaron del frente, se santiguaron con las manos de matar, armaron sus dornas izando las velas sobre las cruces de los sepulcros y se hicieron a la mar de pie en la popa, empalados en sus cadáveres. Nosotros somos los hijos de aquel espanto, pero en cierto modo el tiempo lo habí­a novelado todo, como si pasase a limpio la sangre en la espuma de un poema de Alberti, y crecimos con la vaga sensación de que los horrores de la guerra nuestros padres los habí­an superado haciéndole la concentración parcelaria a los campos de batalla, la cama a sus cementerios y la vasectomí­a a sus muertos.. Tú y yo éramos jóvenes, ¿sabes?, y nos acababan de coser en la modista la cometa de franela en cuya sombra sentarnos a enfriarle la cabeza al sexo. Dios nos prohibí­a las tentaciones, los placeres y los vicios. Y nosotros, ¡que quieres que te diga!, nosotros, sin darle importancia alguna, nos hicimos cí­nicos y autodidactas sentados en el retrete sobre un culo sin grumos, con un calendario de Brigitte Bardot en una mano y el catecismo cara a cara en la otra. Pero eso fue hace muchos años, cuando empezaba a amainar el aliento de los muertos en los abanicos de las señoras y en la Rí­a de Arousa a los náufragos los devolví­a la marea mezclados con el correo de América, aquel sitio grande, lejano y luminoso en el que solo eran antiguas las ruinas fluorescentes del último amanecer en Broadway... hermoso lugar ... ¿recuerdas, colega?, ...¡América!, ...aquella página del atlas en la que le echamos a los búfalos de Montana las migas de la última merienda de nuestra infancia, cuando a las señoras con el venéreo calor del verano les maullaba el pubis,... antes, mucho antes, ¡Oh, Dios!, mucho antes de que la vida nos convenciese de que nuestros recuerdos fueron un sitio en el que casi ni tuvimos tiempo de haber estado... Ahora ya somos mayores. Y no importa lo que hagamos de ahora en adelante, porque al aire ya se le repitieron los pájaros, el viento yace sepultado por el polvo, los hombres son alérgicos a la testosterona y algunas las mujeres, maldita sea, consideran acoso sexual que el ginecólogo no les haga las ecografí­as por correo.

Lacenaire

No habia leido nada de este hombre.
La verdad es que escribe como Dios , aunque no deje de transmitirme ese regusto a alcanfor de tantos columnistas veteranos y curtidos en mil batallas - virtuales y reales - en las que no dejan de repetirnos lo bonito que era el espartano y autentico antes y lo cutre que es el plastificado ahora.

Apartado de grandes aforismos :

A cual de ellos ( de sus dos hijos ) piensa usted dedicar a la prostitucion ?

Charles Baudelaire : eterno joven.

Casio


Pego esto de Félix de Azúa, que me gusta.



Todos sabemos que ya no hay verdad ni mentira: todo es el puro resultado de las fuerzas en juego

Si no recuerdo mal, el primero en advertir de los cambios que se avecinaban en las sociedades tecnológicas fue Nietzsche. Hacia 1870 ya comprendió que el concepto clásico de verdad iba a sufrir una transformación revolucionaria. En uno de sus textos más explosivos, titulado muy adecuadamente Sobre verdad y mentira en un sentido extramoral, expresaba su sospecha de que en el futuro la verdad no la iba a decidir el análisis lógico, cientí­fico, racional o simplemente sensato, sino una potencia que comenzaba a formarse: la opinión pública.

Si ustedes ahora dibujan en su imaginación el gigantesco aparato que decide sobre las verdades y mentiras cotidianas, se encontrarán con un monstruo que ha crecido desmesuradamente en los últimos cien años. Pongamos, por ejemplo, el asunto del atentado de Atocha. Habrán observado el conjunto fenomenal de fuerzas que están decidiendo sobre esa verdad o mentira. De ahí­ que Garcí­a Calvo llame a los medios de comunicación "medios formativos", y no informativos, porque su función no es informar, sino formar opinión.

UNA VEZ ese aparato formativo termine su trabajo, la decisión final quedará en manos de los jueces, pero los jueces son discretos mecanismos de otra máquina gigantesca, el poder judicial, el cual está, a su vez, deformado por la presión de la opinión pública, es decir, de los medios de formación de masas, los cuales están dirigidos por los poderes económicos y sus correas de transmisión, los partidos. Así­, sabemos con toda exactitud qué juez es de derechas, de izquierdas, progresista, conservador o comunista, y también sabemos que según se desplacen esas fuerzas surgirá una verdad u otra vomitada por la fenomenal maquinaria.
En consecuencia, todos sabemos que no hay ya verdad ni mentira. Todos sabemos que, como anunció Nietzsche, la verdad y la mentira hay que tomarlas en un sentido extramoral, es decir, libre de toda justicia, lógica, sentido común y honradez. La verdad es el puro resultado de las fuerzas en juego. Es pura opinión pública.
Esta constatación ha llevado a algunos pensadores a ampliar el ámbito de lo opinable hasta la ciencia misma. Famosamente, el difunto Foucault creí­a que las verdades cientí­ficas también eran un resultado del juego de fuerzas fácticas, y por lo tanto eran opinables y construidas por los poderes económicos. Esa es la justificación teórica del multiculturalismo, una de las ideologí­as más reaccionarias jamás conocidas y que propone la igualdad de verdad entre la fí­sica cuántica y los mitos de los mandingas. Ambos, dicen los relativistas, "tienen igual derecho" a una "verdad" que sostenga sus tejidos sociales.

Aunque en los últimos diez años se ha abierto la batalla para restablecer una verdad cientí­fica separada de la opinión pública, el caso es que las otras verdades, las sociales, han caí­do en el descrédito. Todos aceptamos, por ejemplo, que la historia la escriben los vencedores y que las llamadas verdades históricas no son sino disfraces ideológicos del poder efectivo en cada lugar. Los franquistas escribieron su historia, los nacionalistas están escribiendo la suya y en el futuro se escribirá otra historia distinta en cada lugar según sean los vencedores.

Lo fascinante de esa opinión pública que cristaliza en el sólido llamado lo polí­ticamente correcto es su capacidad de convencimiento y cohesión social, heredada de las religiones. Así­, todos hemos comprobado que en Catalunya cualquier conflicto donde aparezca, aunque sea del modo más tangencial, una relación con el PP, de inmediato es considerado polí­ticamente incorrecto. Leí­ el otro dí­a un informe en el que se hablaba del ciudadano cuyo piso fue ocupado por unos chilenos. Según parece, ha trascendido que actuó aconsejado por una diputada del PP, la cual, muy sagazmente, le recomendó que acudiera a los medios de formación de masas para crear opinión pública, y así­ lo hizo. Ahora, por el mero hecho de que la iniciativa surgiera de un partido apestado, parece mermar el derecho del ciudadano a recuperar su piso y ya se le acusa de especulador. Acabará por haber expulsado violentamente a unos humildes chilenos, etcétera. Pura opinión pública.

Y ES QUE, así­ como ya no creemos en ninguna verdad y sabemos que somos meros peones en la batalla de los poderes reales, no podemos impedir tenerle miedo a lo polí­ticamente incorrecto, porque fuera del claustro protegido por la opinión pública es muy fácil ser destruidos con el aplauso de la mayorí­a. Eso hace que nuestras sociedades sean enfermizamente sumisas. Y que con un Gobierno que dice ser de izquierdas se hayan dado las mayores cifras de beneficios en los bancos, en los grandes consorcios, en las multinacionales más despiadadas, en las compañí­as más explotadoras. Y que sea ese mismo Gobierno de izquierdas el que ha conseguido que la más humilde vivienda sea un lujo o que los consumidores carezcan de la menor defensa frente a monstruos como Renfe, las telefónicas, Iberia o las restantes compañí­as, cuya ineficacia tercermundista es compatible con el más alto nivel de beneficios de Europa.
Gracias a una opinión pública perfectamente sumisa tenemos el Gobierno de izquierdas más ultracapitalista de Europa. ¿Verdad o mentira?

Artí­culo publicado en: El Periódico, 5 de marzo de 2007

popotez

Suscribo básicamente todo lo que dice, con un matiz importante. Lo de apuntarse al victimismo pepero sobra y es parte de lo que él critica. La verdad del caso del jeta a quien le ocuparon la casa y que apareció en los medios denunciando una ocupación y diciendo que tení­a que pernoctar en casa de un amigo es que su familia era propietaria de todo el edificio, y que la fiscalí­a dice que el muy impresentable tení­a un acuerdo de alquiler con los presuntos okupas, que no eran tales.

En este caso, Azúa se suma a la desvergonzada campaña de esos multiplicadores de beneficios en los últimos meses para frenar en la medida de lo posible la ley de vivienda del tripartito 2.0, siempre en nombre de la sacrosanta y muy capitalista propiedad privada
Dentro de un año estaremos mejor

Tejemaneje

Tengo que poner otra vez a Alvite, pero es que ésta es sensacional:

ALMAS CON ROCA Y LANGOSTA
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Como a todo el mundo, me gustan las personas inteligentes, las conversaciones amenas, las ciudades singulares y la loterí­a premiada, y como cualquier persona, aborrezco el mal cine, la charla con refranes, una erección llevando pantalones blancos y que caiga a domingo el lunes. Naturalmente vivo rodeado de gente que aspira a los mismos sueños por cuya frustración acabamos siempre tan resignados. Todo el mundo espera conocer a una mujer hermosa y a la vez inteligente con la que sentarse en una roca a mirar el mar sin esperar de ello otra cosa que el generoso impacto de la belleza, la abrumadora y alegórica intuición de Dios o la afloración de un poema de Byron, una inmortal idea de Wilde o quien sabe si el recuerdo de alguna escena de aquella pelí­cula tan antigua y tan gris en la que los hombres y las mujeres bajaban de punta en blanco a la playa llevando un libro en una mano y en la otra, el temblor de haber escrito a hurtadillas una carta caldosa y explí­cita en la que incluso destilaba erotismo la somera mención de la muerte. Intenté algo así­ en numerosas ocasiones pero sólo lo conseguí­ contadas veces. Semejante fracaso se debe seguramente a que no he sabido elegir bien mis relaciones. El caso es que cada vez que voy con una mujer a la costa, el primer problema es que ninguna roca es de su gusto y cuando por fin acepta sentarse, lo hace mirando simultáneamente el mar y la hora, lo que me lleva a sospechar que a mis amistades femeninas por lo general se le mezclan indiscriminadamente en el alma el sofá de casa, la literatura de chimenea y el reloj de pared. "¿Ves, nena? La mar inmensa, los pensamientos sueltos, mí­micos y aleatorios como crines de una yegua de humo pastando en una llamarada fucsia, la inquietante duda de si a Dios no le habrá temblado la mano al sentirse capaz de tanta y tan impune belleza...", le digo sin que ella reaccione. Insisto: "A veces creo que la poesí­a no es más que la peor y más torpe transcripción que puede hacerse de la realidad y que el texto más expresivo que cabe atribuir a un espectáculo tan hermoso como este, nena, no es una rapsodia o un poema, amiga mí­a, sino quedarse sentados un rato, volverle la espalda al mar y esperar a que pase, entre nosotros y la muerte, como un delicado pie de foto, ese silencioso coche de lí­nea deslizándose entre la bruma del atardecer como una invertebrada hidra de azufre". ¿Resultado? Ninguno. Definitivamente, no tengo suerte en la elección de la compañí­a femenina para contemplar el paisaje. Me entran con frecuencia la duda razonable de que la excitación humana frente a la belleza gratuita del paisaje es un simple tópico muy utilizado para hinchar la mala literatura, para diagnosticar la alergia al polen y para satinar esos prospectos de Pullmantur en los que las banderas parecen la clámide levita del aire e incluso la oscuridad de la noche se ve azul. Mi chica de la última vez que me detuve en la costa tení­a poco sentido de la contemplación y dijo que si supiese que í­bamos a estar tanto tiempo allí­ sentados, se habrí­a llevado ropa de abrigo y zapatos bajos. ¿Y la mar ubérrima y eterna? ¿Y los reflejos del atardecer adinerando el renuente compás de la marea? Hace años me dijo de madrugada un tipo en un garito algo que podrí­a haber sido de aplicación en ese caso: "Mucha gente ya no concibe la belleza del paisaje si no se trata de un viaje programado y costoso. No conciben que pueda resultar emocionante algo que no requiera maletas y no cuesta dinero". Y añadió algo que recojo aquí­ sin atreverme a suscribirlo pero sospechando que aplicado a mi mala suerte para estas cosas, pudiera no estar del todo equivocado: "Desengáñate, muchacho: Sentados frente al mar inmenso e inenarrable, a los poetas se les viene a la cabeza un verso, y si son melancólicos, un disparo en la sien; al resto de las personas, por lo general, maldita sea, lo que se nos viene a la cabeza es una langosta". No sé, puede que fuese una observación algo fuera de lugar... aunque tal vez, bien mirado, puede resultar que aquel tipo tuviese algo de razón. El caso es que la última vez que me senté frente al mar con una amiga, con el impacto del bendito panorama se me pasó por la cabeza ir al cine, leer un libro o hacer de vientre en un cheque en blanco, pero ella, en cambio, me dijo que ya estaba bien de permanecer sentados, que se habí­a hecho tarde y refrescaba, y que sabí­a de un restaurante cerca de allí­ en el que las nécoras no las compraban en la librerí­a. No fue la mejor velada de mi vida. Acabamos sentados ante una mesa en la que lo más parecido al Dios de los poetas era un jodido mantel a cuadros, cenando unos camarones que no digo que no estuviesen bien cocidos, pero que, dicho sea en honor a la verdad, tení­an bien poco que leer...

Tejemaneje

Sí­, algún dí­a pondré a otro:

JOSÉ LUIS ALVITE-PSIQUIATRíA CON PERRO

He tenido dos depresiones severas a lo largo de mi vida. Una de ellas me mantuvo más de un año apartado por completo de la escritura y me sumió en un estado de desaliento tan agudo que al vestirme por la mañana ni siquiera le encontraba sentido a la rutina de pasar los brazos por las mangas de la camisa. Como no querí­a parecer un hombre derrotado, procuraba evitar cualquier demostración pública de abatimiento, pero quienes me conocen saben que aquel fue el año que menos entusiasmo demostré por lo que ocurrí­a a mi alrededor y que en semejante estado de agónica estupefacción habrí­a soportado sin pestañear que el viento de enero metiese a puñados el polvo en mi boca y el granizo en mis ojos. Acudí­a de vez en cuando a pasar consulta con el doctor Emilio González, le detallaba la evolución de mis sí­ntomas y él me escuchaba con ese aplomo tan profesional que en los siquiatras de valí­a no excluye los matices que hacen de la práctica de la medicina una actividad verdaderamente humanista. Una de aquellas mañanas le confesé que mi visión de la vida era tan pesimista, que ni siquiera creí­a que en las circunstancias que me habí­an llevado ante él, un hombre, cualquier hombre, yo mismo, pudiese encontrar en el perplejo dolor de su existencia un buen motivo para intentar llorar con alguna posibilidad de conseguirlo. Ahora resulta incluso divertido recordarlo, pero en una de aquellas conversaciones le conté que la del suicidio era una vieja idea recurrente a lo largo de buena parte de mi vida pero que jamás habí­a tomado la determinación de quitarme la vida porque detestaba hacer cosas de las que no pudiese acordarme pasado un rato. "Eso es lo malo de la muerte -me siguió con humor el doctor Emilio González-, que perjudica sin remedio la memoria". Por aquellos dí­as soñaba con frecuencia que subí­a en ascensor hasta la azotea de un rascacielos con la decidida intención de saltar al vací­o, pero al asomarme cien metros sobre el espectáculo de la ciudad aplastada, indiferente y congénita, la cobardí­a podí­a más que la firme resolución de suicidarme, de modo que le echaba un vistazo al paisaje y bajaba luego lentamente por las escaleras hasta el portal, donde me esperaba el entorchado conserje del inmueble seguro de escuchar de mis labios la explicación que sin duda cabí­a esperar de un tipo reacio desde niño a la rutina: "No es que no haya tenido el coraje necesario para suicidarme, ¿sabe usted?, lo que pasa es que la distancia entre la azotea y el asfalto es tan grande, que temí­ que si saltase al vací­o, me aburrirí­a en el aire". Cada vez que me entrevistaba con el siquiatra, volví­a luego a la calle poseí­do de la incipiente esperanza que me infundí­a la conversación de aquel hombre inteligente y sensible que en una de las sesiones me dijo con absoluta sinceridad que el recurso de las pastillas serví­a para paliar los sí­ntomas de la depresión, pero que sólo podí­a ser mí­a la decisión de aceptar un tratamiento que mermase al mismo tiempo aquella parte de la personalidad en la que suelen brotar juntos los trastornos de la mente y el lisérgico latido de la propensión artí­stica. Emilio González me lo dijo con meridiana claridad: "Tengo la razonable sospecha de que uno de los sí­ntomas más inquietantes de tu depresión es la literatura y que un tratamiento farmacológico a fondo no podrí­a mitigar el cuadro emocional sin perjudicar al mismo tiempo tu manera de ver la vida y describirla". Parecí­a claro que en el mismo lance estaban en juego mi salud y mi sintaxis. Acordamos entonces un tratamiento cuya eficacia médica no mermase seriamente mis facultades al escribir. Al aceptar la sugerencia, hice una leve salvedad que a mi me parecí­a crucial: "Recétame cualquier cosa que no perjudique mi vida sexual. Ten en cuenta que así­ como detrás de un intelectual que se precie suele haber un libro de Joyce, en mi caso es obvio que la referencia cultural más profunda de cuanto escribo es por lo general una simple y miserable erección". Era importante para mí­ vencer la depresión dejando a salvo los aspectos más esenciales de mi estilo. Mi querido siquiatra me recetó con tal motivo dos cajitas de unos comprimidos estupendos que encajé con la misma gratitud que sentirí­a un diabético si el endocrinólogo le estuviese recomendando un suculento surtido de pasteles rociados de fogueo con azúcar de pega. Con el tiempo y con la adecuada posologí­a, y gracias sobre todo a las inolvidables charlas con mi admirado Emilio González, pude volver a escribir algunos meses más tarde. Recuperé luego en unas pocas semanas el tono y la manera de contar que tanto temí­a perder. Y en cuanto a las chicas, bueno, en cuanto a las chicas, gracias a pequeños e inevitables efectos secundarios del tratamiento, y aunque me seguí­an gustando todas, durante algún tiempo me fijé algo menos en las feas, como si llevase entre las piernas un perro con instintos de cazador y gustos de gourmet. Algún tiempo después tuve la primera sensación fiable y sostenida de que estaba saliendo de aquella jodida depresión. Lo supe tan pronto noté que el cabrón del perro volví­a a comer de todo...

Tejemaneje

NOCHES DE ALFARERíA-JOSÉ LUIS ALVITE



En mis dí­as de retiro social he descubierto algo que tiene un valor que yo desconocí­a: la inmensa suerte de despertar fresco. Durante los casi treinta años que he vivido trasnochando conocí­ sensaciones impagables y me afectaron acontecimientos determinantes de mi personalidad, pero estaba tan baqueteado y habí­a perdido hasta tal punto la noción del tiempo, que nunca tuve en todos aquellos años la reconfortante sensación de estar recién levantado. A veces a punto de amanecer entraba en una panaderí­a sin ánimo de comprar nada, sólo por el sencillo placer de sentir la presencia regeneradora de la gente recién levantada. También miraba con admiración a las chicas de las perfumerí­as y a veces cerraba los ojos en la acera y aspiraba el aroma de las mujeres recién aseadas. O rondaba en el coche las escuelas para mirar cómo los padres despedí­an en la puerta a sus hijos. De todos aquellos hombres yo era el único que daba la sensación de haberse peinado al final del franquismo con los golpes de una paliza en comisarí­a. Muchas veces metí­a las manos en los bolsillos de la gabardina porque tení­a la sensación de que me crecí­an en ellas como crustáceos las uñas de los pies. No tení­a muy claro si me estaba degradando como persona o era que simplemente me estaba pudriendo. Una de aquellas mañanas me senté en un banco del parque para tomarme un respiro de tanto cansancio acumulado. Las palomas se largaron todas a otra parte y se arremolinaron a mi lado los gatos. Mis lectores del periódico me conocí­an por mis textos, pero yo sabí­a que si se me diese por ser creyente, Dios sólo me distinguirí­a por el olor a pescado. En una de las pocas noches que se me dio por salir trajeado, al amanecer entré en un bar y al mirarme en el espejo del baño descubrí­ que tení­a dos nudos en la corbata. Después abrí­ el grifo del lavabo, refresqué la cara y me peiné dando dos palmadas en la cabeza. Al volver a la barra, el camarero me sirvió de nuevo café porque creyó que era un cliente distinto. Una de aquellas mañanas se me soltó la tripa mientras estaba sentado en un taburete de la barra y hube de esperar varias horas hasta que cicatrizó la mierda entre las piernas. Después salí­ a la calle caminando casi en puntillas, como un faquir al que se le hubiesen clavado las herramientas en los huevos. Con la mierda seca entre las piernas, aquella mañana descubrí­ que los fracasos que no se vuelven literatura a los tipos como yo se les convierten sin remedio en alfarerí­a.

Ariete

Dan ganas de echarle unas monedas, que acabado está el pobre.