ME ESCUPEN...

Iniciado por Dionisio Aerofagita, Noviembre 14, 2006, 07:32:18 PM

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Dionisio Aerofagita

Sé que es ruin y egoí­sta por mi parte preocuparme por esas tonterí­as. Verbigracia, porque me escupan. No hay más que poner las noticias para ver lo que los dioses y los hados deparan al prójimo en general. Y sin embargo, lo más abominable de mi condena es precisamente la humillación que recibo por parte de ese prójimo, o de alguno otro, incapaz de entender mis ridí­culas penas, porque aparentemente, el hecho de que me escupan es simplemente una gilipollez; por eso mismo duele más que la pena más grande: nadie me da derecho a penar por ella. Aquellos que en el pasado se opusieron a los dioses o similares y sufrieron castigos épicos, eternos, fulminantes o dolorosos (Lucifer, Sí­sifo, Tántalo, Prometeo, Lilith y toda la pesca) pasaron a la historia como grandes héroes rebeldes que se enfrentaban trágicamente a las fuerzas de la creación y eran zarandeados gloriosa e implacablemente por ellas. Ellos tienen derecho a llorar.

Pero en mi caso, simplemente me escupen y la gente se rí­e de que a mí­ me apene tamaña chorrada. Lo peor es que ni siquiera sé lo que he hecho... si al menos fueran las personas las que me escupieran, lo entenderí­a, porque uno siempre tiene gente por ahí­ que si pudiera, le escupirí­a. Pero nunca perjudiqué conscientemente a ningún ser inanimado; de hecho, tengo tendencia a ignorar todo aquello que no tiene alma. Tal vez sea su manera de llamar mi atención, pero el caso es que, por mucho caso que los haga, nunca dejan de escupirme. Ya lo he probado todo.

A veces los muy cabrones fingen que no van a escupirme. Así­, por ejemplo, le doy al pulsador del lavabo público, con algo de miedo me lavo las manos en una extraña postura, intentando no acercarme mucho, ante las divertidas miradas de los presentes. Entonces, como todo va bien, una luz brilla en mis ojos y yo me creo que por fin ha terminado mi sino funesto; me acerco poco a poco, lentamente, enarbolando una invisible bandera blanca… Y de repente, el grifo comienza a barbotar con furor inusitado y suelta un repentino esputo dirigido directamente hacia mi escroto. Salgo humillado, soportando las risas del auditorio e inconscientemente -mi ingenuidad debe ser parte de la maldición- busco un sorbo en la máquina del agua que aporte nuevo material para mis lágrimas. Su respuesta violenta no se hace esperar, recubriendo mis gafas con un lapo infernal y haciéndome huir por todo el edificio como un animal herido profiriendo maldiciones y blasfemias inútiles. Y me vuelvo a casa para llorar tristemente la culpa de mi llanto.
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

Dionisio Aerofagita

Otro castigo del averno...

DIALÉCTICA ERíSTICA

Pues a nosotros los dioses nos castigaron a la dialéctica erí­stica; la discusión era en realidad eterna e inmutable, pero se manifestaba en el mundo sensible a través de ciclos inmensos que terminamos por llamar yugas. Primero, uno de los dos sacaba casualmente el tema, como si fuera algo inocente y no inducido por el Hado, pero era otra vez el tema de siempre y el ciclo volví­a a comenzar; el otro picaba invariablemente el anzuelo, aunque ya sabí­a que estaba picando y comenzaba otra vez el intercambio, donde volví­amos a sacar a pasear las mismas palabras con distintos collares. Pronto, la discusión se encendí­a y empezábamos a insultarnos, luego a amenazarnos y a enseñar los abrasadores puños; lanzábamos puñales luminosos de fina ira dialéctica hacia los puntos más débiles del enemigo, que poco a poco í­bamos conociendo, yuga tras yuga.

Al lí­mite del hastí­o, habí­a un punto en el que el temporal parecí­a amainarse. Entonces  nos volví­amos sibilinos, irónicos y astutos, de manera que nuestras frases siempre tení­an tres sentidos: el bueno, el malo y el peor. Siempre entendí­amos el peor, fingí­amos que habí­amos entendido el malo y respondí­amos con otra frase de tres sentidos y así­ sucesivamente.  Luego, la discusión se iba apagando, perdiendo brillo, fuerza e ingenio hasta que nos desmayábamos de cansancio y nos quedábamos dormidos, reponiendo fuerzas para el siguiente yuga.

Cuándo llevábamos 14 yugas, empezamos a contar los yugas en nuestro fuero interno.

Cuando llevábamos 127.328 yugas nos dimos cuenta de que en cada discusión desempolvábamos los agravios de las disputas pasadas.

Cuando llevábamos 456.714 yugas nos percatamos de que en realidad lo anterior era parcialmente falso, porque en realidad los agravios de las disputas pasadas eran los mismos que los presentes.

Cuando llevábamos 511.966 yugas descubrimos que las heridas ya no nos dolí­an verdaderamente y que habí­amos dejado de tener puntos débiles, pero aún así­ nos fingí­amos ofendidos.

Cuando llevábamos 756.987 yugas empezamos a sospechar que en realidad no estábamos en la discusión por defender nuestro orgullo, porque nos sentí­amos cada vez más ridí­culos, mirándonos desde fuera y de nuestro orgullo nos quedaba poco.

Cuando llevábamos 975.743 yugas estábamos ya tan seguros de que nuestro ego no estaba en juego que empezamos a autocompadecernos para nuestros adentros.

Cuando llevábamos 1.298.472 yugas llegamos, cada uno por separado y en secreto, a la conclusión de que no podí­amos escapar, aunque lo anhelábamos profundamente. Era como esa pelí­cula mejicana de la fiesta burguesa: cuando querí­amos salir, habí­a algo, algo misterioso que nos lo impedí­a y nos reintegraba violentamente en el ciclo que el Hado habí­a dispuesto. No importaba nuestra voluntad, ni nuestra inteligencia, ni nuestra consciencia.

Cuando llevábamos 3.926.713 yugas descubrimos por separado en el silencio de nuestro sueño agitado que se nos habí­a marchitado el odio y el desprecio. Que ni siquiera el odio era tan eterno como nuestro castigo. Lloramos amargamente por la tibieza de nuestra sangre.

Cuando llevábamos 5.474.183 yugas empezamos a proyectar nuestra autocompasión sobre el otro y en las profundidades de la batalla, nos mirábamos con pena, sin reconocerlo. Pero sabí­amos que era imposible sustraerse al pálpito implacable de los ciclos.

Cuando llevábamos 7.814.729 yugas nos descubrimos como actores de tercera que interpretan rutinariamente un papel vací­o sin pasión ni sentimiento, esclavos de la rueda de la inercia. Nos dolí­an ya las mandí­bulas de componer sin convencimiento nuestra pose malhumorada.

Cuando llevábamos 15.284.582 yugas desapareció nuestra autocompasión, nuestra compasión por el enemigo y nuestra memoria; de nosotros quedó sólo nuestra eterna batalla. Los yugas de nuestra dialéctica erí­stica continuaron sucediéndose eternamente, pero nosotros dejamos de contarlos, disuelta para siempre nuestra conciencia en una discusión interminable.
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

Bilán

Qué bueno, y qué bien traido. No te merecemos.

Nekane


carbono

Me ha gustado mucho la evolución del pensamiento de los contendientes (con el crecimiento del número de disputas), así­ como la forma en que fue descrita.

Enhorabuena Dionisio.

Un saludo