Hilo oficial de Cuentos Vertiginosos, o "novelas rí­o", que decí­a G. Manganelli

Iniciado por California, Julio 12, 2006, 12:59:45 PM

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Lacenaire

9:30 am.

Una mano presiona una herida abierta bajo el estruendo del tráfico y las sirenas. Sobre la mano, dos ojos se concentran; tras los ojos, una mente trenza la conexión entre el tiempo necesario para llegar al hospital y las posibles lesiones internas. La ambulancia arrastra un remolino de polvo y plástico junto a las aceras tirando de las miradas como una caña de pescar.

9:37 am.

Dos manos presionan la herida ahora. Otras dos palpan el brazo derecho. El cuerpo acribillado por una infinidad de hilos plateados se deja manipular con paciencia bovina mientras las sombras blancas cruzan la sala de urgencias entre gritos y el estrépito del instrumental. La cabeza del cuerpo atado a la camilla piensa que parecen negativos dementes. El resto de la sala permanece en la sombra.

10:45

Los médicos discuten sobre los análisis. De vez en cuando vuelven la mirada hacia el cuerpo encamado y continúan. Llegan dos hombres vestidos completamente de negro. Los dos llevan gafas de montura metálica y una expresión gélida en la cara. Cuando el grupo se mueve hacia el cuerpo uno de los médicos vuelve a agarrar su brazo con la indiferencia del forense (debe haber maneras más sutiles de hacérselo saber), lo acerca a ala luz para que los hombres de negro puedan examinarlo. Alguien dice "cera derretida". Otro alguien dice "quemaduras por radiación".

11:57

Han cerrado la sala. Ahora sólo puede ver a los médicos, a los hombres de negro y varios soldados. Todos llevan trajes especiales de un gris sucio. Alguien acerca un objeto a su cabeza; lo oye crepitar junto a su oí­do. Han extendido mamparas de plástico translúcido y cristal esmerilado configurando pasillos, corredores, bifurcaciones. A su través pasan las sombras grises, los negativos blancos y los hombres de negro. Incluso si pudiese levantarse no habrí­a manera de encontrar la salida. Este pensamiento pesaba más que los demás. Y algo más: un animal, un animal con un hombre dentro...

13:46

Han cargado. No sabe lo que eso significa, pero lo han hecho y ahora siente en el pecho el calor de un rí­o de plomo lí­quido. Alguien acerca una luz a sus ojos. No siente nada más, ahora es sólo una cabeza; ya no hay piernas o brazos. Pero el dolor del pecho ha desaparecido, y eso le alivia. Quizás ya sólo quede aliviar el dolor hasta ser menos que una cabeza. ¿Cómo se reducirá a un hombre hasta la nada? ¿Se irá apagando lentamente? Puede que siga mueriendo a pedazos: barbilla, boca, nariz, ojos, pómulos, mejillas, ojos, frente, sienes, cuero cabelludo... su alma retrocederí­a espantada ante el embite de la oscuridad refugiándose cráneo adentro hasta quedar atrapada. Entonces, con un manotazo frí­o y seco...

14:45

Ya casi no es nada. Pero hay algo o alguien junto a él. Siente el calor de una presencia que apoya la mano en su frente. Haciendo acopio de sus últimas energí­as vuelca lo que le queda de vida en escuchar. Es su nombre; quieren saber su nombre. Pero ya es muy tarde para él. Sólo queda un pequeño pedazo de un hombre, que sólo puede ofrecer un pedazo del nombre que fue. Sin pronunciar, dos sonidos se arrastran pesadamente sobre sus labios, y en el rictus final, empujadas por esa contracción del cuerpo al escupir lo que queda del alma, caen al vací­o. El oí­do atento de un enfermero, testigo y último contacto humano, recoge los rescoldos de una "I" y una "C". Gira en redondo, corre hacia sus superiores y sigue viviendo.

Dionisio Aerofagita

#166
EL CATOBLEPAS

Ustedes no se conocen de nada, dijo el hombre de la capucha negra, pero vienen por el mismo motivo. Bueno, la verdad es que las razones concretas que los han traído aquí pueden ser distintas, pero tampoco hay mucha variedad, no somos tan originales los seres humanos ¿amor? ¿enfermedad? ¿obsesión? (y su mirada parecía detenerse acusadora sobre cada uno de los Ocho encapuchados con cada pregunta) ¿desempleo? ¿ambición? ¿venganza? Todos ustedes vienen por el mismo motivo y ese motivo es el deseo. El deseo es el único combustible de la magia. Tal vez en algún momento creyeran que sus motivos eran nobles, tal vez alguno de ustedes crea haber venido a esta reunión por un motivo altruista. El hombre de la capucha verde hizo ademán de protesta, pero pareció arrepentirse cuanto los demás encapuchados dirigieron hacia él sus miradas y permaneció en silencio. En tal caso, se engañan ustedes, prosiguió el hombre de la capucha negra, porque para sus adentros saben que el deseo ha terminado por devorarlos. Su realidad no es como ustedes quieren y harían cualquier cosa por cambiarla, eso se ha convertido en algo más importante que la realidad misma, más real que ustedes mismos. Están dispuestos a sacrificar sus vidas, e incluso sus almas, si es que creen en tales supersticiones; ustedes ya no se mueven por altruismo, ni siquiera por egoísmo, sólo el deseo los anima, todo lo demás es un instrumento. La mujer de la capucha azul emitió un sonido incomprensible e intentó levantarse de la mesa, pero algo parecía retenerla.

Todos los encapuchados sabían que el hombre de la capucha negra sonreía por debajo de su capucha. Permaneció callado un interminable minuto, pero después siguió hablando. Ustedes han oído hablar de la magia, claro está. También habrán oído o leído algo sobre pactos con el Diablo. Incluso puede que alguno de ustedes crea saber algo sobre el Catoblepas. Pero nada de esto es como se imaginan. Ustedes no pueden entender al Catoblepas. Yo tampoco. No lo comprendemos, sólo lo utilizamos. Si se parece a algo es a una jodida ruleta rusa (pronunció "jodida" con el tono de voz de alguien que nunca emplea este registro pero está disfrutando de ello). Ahora tenía entre las manos un saco. Cuando lo abrió ligeramente, salió de él un olor pestilente que no se parecía a nada que ninguno de los demás encapuchados hubiera olido jamás. Ustedes van a meter las manos en el saco y van a acariciar al Catoblepas. Cuando todos lo hayan hecho, uno de ustedes morirá. El Catoblepas lo habrá escogido para morir. Su sacrificio nos será propicio, porque su deseo será el combustible de nuestra magia. Con el cadáver realizaremos un ritual un poco... desagradable. Me hago cargo de que, si han llegado hasta aquí, no van a tener demasiados escrúpulos para llevarlo a cabo con éxito. De esta forma obtendremos Poder para realizar nuestros deseos.

Uno a uno, muy despacio, con las manos temblorosas, cada uno de los encapuchados tomó el saco y metió las manos en él para acariciar una sustancia viscosa e informe, que tenía un tacto repugnante. Estaba estrictamente prohibido mirar el contenido del saco, bajo pena de muerte. Todos sintieron un inquietante pinchazo en la mano izquierda. Al poco tiempo, todos sintieron escalofríos y la pavorosa sensación de que algo repugnante y pesado circulaba por sus venas y arterias. Entonces el hombre de la capucha negra estalló en una inmensa carcajada. No era una risa siniestra, como cabría esperar de un hombre con una capucha negra que dirige un ritual mágico, sino que tenía un tono más bien bobalicón.

Los encapuchados se miraron, asustados. Posiblemente, todos pensaron lo mismo. La mujer de la capucha roja incluso gritó "Hijodeputa, cabrón". Todos iban a morir. Habían sido engañados. Todos iban a ser sacrificados en Dios sabe qué inmundo ritual satánico. Nunca supieron si realmente ese era el plan o no. Porque inmediatamente el hombre de la capucha negra se desplomó sobre la mesa. A él era a quien había elegido el Catoblepas. Al único que no había metido las manos en el saco para acariciarlo. Al único que conocía los rituales secretos para canalizar las energías que se habían liberado con el sacrificio.
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

Porfirio

Debo reconocer que me he ido a la Wiki para saber que era un catoblepa y no coincide la descripción con lo que puede haber en ese saco de tu historia. 

Sin embargo, me he enganchado con la historia y me he quedado con ganas de más.

Dionisio Aerofagita

Gracias. La idea, por supuesto, era desnaturalizar al máximo el Catoblepas. El nombre casi es arbitrario (aunque sólo casi). Todo lo que te han enseñado del Catoblepas el falso.
Que no sean muchas tus palabras, porque los sueños vienen de la multitud de ocupaciones y las palabras necias, de hablar demasiado.

Lacenaire

La ciudad asesina I: la carrera y el espí­a.

El empedrado palpitaba con los ecos del crepúsculo amenazante en la ciudad asesina. A vista de pájaro, dos siluetas atraviesan una azotea perseguidos por su sombra. Rodean manchas más oscuras tocadas de sangre, alcanzan el borde que se abre a un callejón y saltan al otro lado; sólo una llega a su destino. La segunda cae y firma en el asfalto con un garabato de vida microscópica.

Lacenaire

#170
La ciudad asesina II: fuga.

No hay salida cuando todos los muros se derrumban, las hormigoneras vuelcan, las cornisas se desprenden y las bocas de alcantarillado ceden bajo el peso de una mirada.

Todaví­a con grito de agoní­a de su hermano fresco en la memoria -una vocal eternizada en caí­da libre- baja los peldaños de la escalera como un técnico desactiva minas en Asia. Le lleva dos horas alcanzar el segundo piso y ni siquiera puede desplomarse sobre el colchón apolillado que dormita en un apartamento vací­o. A pesar de todo registra el salón poniendo especial cuidado en rehuir las tomas de corriente y las manchas de humedad de las paredes. Entra en el primer dormitorio y encuentra la ventana sellada; un cristal roto en el segundo. En el extremo del salón opuesto al pasillo que da a los dormitorios encuentra un pequeño estudio con ventanas abatibles. Siente una picazón parecida a la esperanza. Se asoma con cuidado, pero no hay ningún asidero estable. No en esa ciudad.

En la cocina encuentra un cartón de leche en buen estado (ha extendido una manta sobre el suelo tras quince minutos buscando el zumbido delator de la nevera) y alcanzado la encimera caminando de perfil, esquivando un estante cerrado custodiado por dos pequeños armarios (donde la gente guarda pesados objetos de metal, cubiertos, cuchillos y ensaladeras de porcelana, platos y vasos de cristal), tanteando con la punta del pie a la espera de un crujido, una inconsistencia, una quiebra en la uniformidad del suelo. Sale del apartamento y continúa descendiendo.

Al fin consigue llegar a la calle. Al primer vistazo el paisaje le golpea en la boca del estómago. Reprime una arcada y comienza a caminar con la cabeza gacha.

Siguiendo las baldosas del suelo encuentra manos y pies que asoman bajo montañas de escombros, armazones de herrumbre y caucho carbonizado, andamios asidos a paredes que supuran moho y sombreros que coagulan sobre el asfalto. Sobreponiéndose al miedo alza la vista y presta atención al recorrido. Debe hacerlo si quiere sobrevivir.
Un silencio monolí­tico se alza sobre la ciudad constatando su triunfo. En la lejaní­a el chirrido del metal combándose al viento - o cayendo como la hoja de la guillotina- imita la risa de un demonio cuyos mil prepucios brotan de las rojas grietas como sardonias. La emoción es tan terrible que se siente desfallecer. Necesitado de aire alza aún más la cabeza y se topa con el sol de mediodí­a. No aparta la mirada, algo llama su atención: una silueta recorre el disco solar.
La sigue con la mirada.
Llega a la raí­z de la misma.

Percatándose de la amenaza salta al interior de un callejón sin salida y corre hacia el muro sin darse cuenta del error hasta que ya es demasiado tarde y siente la succión de una boca de alcantarillado, la caí­da y el golpe contra el agua seguido de una sordera abrupta, luego el borboteo y el sabor de la inmundicia en la boca.
En la confusión y el terror que se apoderan de él tras quedar enterrado en la matriz excrementicia de la ciudad asesina acuden a su mente imágenes dispersas de la grúa inclinándose hacia él como un oso hormiguero, las paredes de un sumidero, papel, animales enterrados en vida, su hermano cayendo al vací­o... pero consigue emerger vomitando, escupiendo, mordiéndole al agua. Jadeante, agotado, maldice durante varios minutos y amenaza a la ciudad alzando un puño pequeño y blanco. Sabe que debe continuar, y continúa, pero el chapoteo que produce sobre la acera - habilitada para el mantenimiento del sistema de alcantarillado- es demasiado llamativo. Incluso bajo la ciudad, la ciudad le oye. A medida que se aleja de la entrada por la que cayó la luz se hace más débil, y con la oscuridad las imágenes vuelven con renovado í­mpetu. Se apoya en la pared. Flaquea. Es entonces cuando algo se hunde en su pantorrilla. Cae con un grito de dolor y se revuelve contra lo que le ataca. Siente bajo sus manos el hocico alargado de un animal que hace presa sobre su pierna con la fuerza de un rottweiller; el hocico alargado, el pelaje húmedo y desigual. Las leyendas urbanas que hablaban de ratas gigantes eran ciertas, entonces. Así­ piensa mientras su enemigo muerde con fuerza creciente e intenta liberarse de su abrazo para sacudir la cabeza y agrandar las heridas desgarrando la carne. Se vuelca sobre ella tratando de hacer fuerza con su mayor envergadura y dobla la rodilla de la pierna libre para ponerla sobre su cuello. Aprieta enfurecido, gritando y babeando como un animal más salvaje, violento y brutal que su adversario. La naturaleza reducida aprovecha el declive del hombre para resurgir y reinstaurar su reinado, y él , campeón de la raza humana, debe impedirlo. La idea de la salvación ruge en su cabeza, el gruñido del animal cesa cuando su cuello cede emitiendo un chasquido. 

Su grito de triunfo resuena bajo la ciudad como un desafí­o. Ya no tiene miedo.

Lacenaire

La luz recorrió la distancia que separaba las dos calles desde la casa aledaña, sí­ntoma inequí­voco de la atención que estaban despertando en el vecindario.
Sentado en el sofá y con la cabeza entre las piernas, R... soportaba las voces histéricas y reprobatorias de sus padres añadiendo el rechinar de sus propios dientes mientras contení­a una nueva oleada de dolor que amenazaba con desbordarse transcrito en vómito.

-Esa cosa no es hija mí­a
-Tuvimos que esconderlo todo...
-Vergí¼enza...
-Y si lo saben...
..policí­a...
...perversión...
...obsceno..


Alguien entraba y salí­a del salón, pero R...no tení­a fuerzas para levantar la cabeza. Saber cuál de sus parientes protagonizaba las idas y venidas tampoco le habrí­a sido de ninguna utilidad. En aquel momento sólo podí­a hacer presión con sus manos evitando que el asco y el arrepentimiento derritiesen su piel y saliesen propulsados al exterior como una riada. Llamaron al timbre.

-¡El doctor!

Esperaba al doctor. No era la primera vez que intentaban reparar su sexualidad torcida llamando a un doctor. La última visita del doctor acabó por torcerla aún más. El resultado del último tratamiento se pudrí­a, todaví­a caliente, junto a la caseta de las herramientas.
Mientras su padre cavaba entrevió tras la madera silente dos mástiles metálicos cruzados junto a una sierra de arco.

Las reliquias y la cruz.
La cruz en el altar.
El altar en la iglesia.
La Iglesia junto al camposanto.
El osario y el enterrador
El muerto en el osario.

Vuelve a ver los pies del doctor frente a ella, aunque están desnudos. La mirada sube recorriendo dos tibias cuarteadas por el sol, de piel ajada y cuero vivo. Levanta la cabeza, el cabello cortado al rape ondea con el aire acondicionado sobre una camiseta serigrafiada en la que un motorista dispara al aire llevando en volandas una puta muerta, sus innumerables piercings tintinean.

Eso no es un doctor. No es un médico.

-Soy el doctor- dice.

Su cartera huele a incienso y muerte lenta. Su cara parece el mapa de un continente enterrado y digerido por la flora acuática.

Dios mí­o, piensa. Comienza a llorar. Suplica. Pide otra oportunidad.

El doctor extrae una daga de su zurrón y musita...

-No perdamos más tiempo.

Porfirio

No pillo el concepto de este relato.  Quizá por simpleza.

Ya sé que los relatos no se explican y menos los explica el autor, pero... en primer lugar, R... es ¿chico o chica? Es que parece que al principio es El y luego es Ella. ¿es un tranny?

R. no ha visto antes al (no)doctor, o sí­? ¿por qué dice que "vuelve a verlo"?

Parecerí­a que se trata de un hijo/a descarriado, que se embaraza y a la que hacen abortar porque son una familia religiosa. Pero, lo de sexualidad torcida no me cuadra.  Al final deciden la muerte para ella.


No atisbo a entrever la historia. 

Lacenaire

Él/ella, no se sabe precisamente debido a su sexualidad torcida. Sexualidad que ya habí­an intentado "enderezar" mediante el concurso de algunos doctores.
Estos doctores terminan por "torcer todaví­a más" su sexualidad, el resultado es un cadáver (¿de qué? ¿De quién? ¿Persona, animal, adulto, niño...? a saber, mejor dejar que el lector se invente la parte cerda de la historia).
Desesperados los padres acuden a otro "doctor", que no es ningún Aquilino Polaino de la vida que pretenda curarle la homosexualidad a él/ella, sino una especie de chamán/gurú/brujo ( el "doctor" u "hombre medicina" con que se denomina a estos sujetos en muchos lugares), como se podrí­a deducir del hecho de que vaya descalzo, tenga la piel cuarteada, lleve zurrón y una daga, etc... y despierte pavor en el-la protagonista.

Querí­a que fuese ambiguo en varios sentidos y con un poco de suerte hasta enigmático, pero al final parece que ha salido errático. Soy un puto desastre.

Porfirio

Si enigmático te ha quedado, sí­.

Pensé que podí­a ser un hemafrodita y lo enterrado su pene?

Pero no puede ser. Eso no tendrí­a nada que ver con la policí­a.

Un feto. Una violación por alguien de la familia.  La culpa a la niña.

Pero tampoco, porque si al principio era él y luego ella, se entiende que es un trans, y un trans no puede tener niños.  Puede, eso sí­, seguir siendo el pene lo enterrado.  Pero si es eso, por qué piensan que  los médicos no lo han arreglado? 

Si es un simple homosexual, no tendrí­a sentido nada de entierros y muertos.  Sí­, lo de la policia, la obscenidad y el gurú para exhorcizarlo.


Lacenaire

#175
-Te concedo tres deseos.

Esto fue lo que le dijo el genio que viví­a en una lata de lubricante en la cuneta. Lloví­a a cántaros y R... miraba a cuatro patas mientras la silueta adquirí­a consistencia atravesada por el rugido de la carretera.

-Te concedo tres deseos.

El genio o el demonio estaba hecho enteramente de basura. No recordaba cómo ni cuándo hizo su aparición, pero daba verdadero miedo. Se acercó a él y se llevó una mano al lugar en el que un hombre habrí­a tenido el pezón derecho, retorció algo sobre la superficie irregular y extrajo un objeto rosado e informe y se lo ofreció. Era un chicle de segunda mano. R sintió náuseas, pero se contuvo y balbuceó algo incomprensible.

- Por supuesto que soy un genio. Un genio de los de verdad. Te concedo tres deseos. ¿Quieres un chicle?
- No...- esta vez balbuceó algo inteligible.
-¿Quieres placer?

Sin añadir nada más se acercó a él y le tocó en la frente. Sintió cómo la masa oleosa de sus dedos penetraba carne y hueso. Súbitamente sintió un tirón en la entrepierna, una contracción en la zona lumbar y cayó al suelo inmobilizado por el que fue sin duda el mayor orgasmo que nunca habí­a experimentado..
No habí­a terminado de bombear lo que imaginó serí­a el esperma de toda una vida cuando la voz del genió reapareció en su cabeza: estoy masajeando el septum, esa parte del cerebro que sirve para correrse.

Después de aquello aceptó los tres deseos.

Con el primero vinieron las mansiones, las lujosas casas en la playa, los deportivos italianos y los relojes de oro.
Con el segundo mujeres hermosas procedentes de todo el mundo que se morí­an por su atención.
Con el tercero llegó la venganza. Y es que antes de encontrarse con el genio quiso matarla. Los motivos son irrelevantes, porque son ridí­culamente comunes. Lo único importante era que no habí­a sitio para ella en su nueva vida. Así­ se lo hizo saber al genio.

Pasó un año desde la desaparición de su esposa. Un año en el que los placeres y los lujos siguieron desfilando por su vida. "Vicio" es una palabra bonita cuando se es libre de toda necesidad.
Aprendió mucho sobre nácar y esmeraldas, los nudos en la madera de cedro y los aparadores flamboyantes; probó todos los Henry Cabernet Sauvignon y los Trivento, y aprendió a distinguir entre seis tipos de opio que consumí­a mientras un prostituta obscenamente cara y voraz recitaba Upanishads sobre su miembro erecto; descubrió la metafí­sica de un higo cuyo valor podí­a hacer llorar brandy al monarca del Dow Jones; comió ostras del tamaño de un cachorro de león y sus estanterí­as guardaban secretos extraí­dos directamente del cerebro momificado de Eliphas Lévi junto con los metacarpos de un emperador celeste.
No sentí­a remordimientos. La vida era maravillosa.

Un dí­a La Signora llamó a su puerta. Era famosa y decí­an de ella que podí­a renovar el placer del hombre agotado que hubiese consumido todas las posibilidades del disfrute. La idea despertaba en su imaginación escenas de arcos voltaicos, tormentas rosa, un hongo nuclear de esmegma y leche materna.

La hizo pasar envuelta en su halo de misterio y una capa de lino tan fina como los latidos del corazón de un gato, y acompañada por un paje enterrado en lana granate. Era lo más apropiado.

No esperaba que al descubrir su cabeza se la encontrase. A ella. Entonces comprendió lo que sucedí­a. Lo entendió. Era demasiado tarde y el olor a inmundicia del paje llegó hasta él cuando la voz ya susurraba en su interior: hola, vuelvo a estar en tu cerebro.

Su mujer muerta, la mujer que nunca murió le miraba con desprecio desde las alturas.
Sintió que sus rodillas cedí­an y una nube de langostas comenzaba a abrirse paso en su consciencia desde las profundidades de su pasado.

-Cabrón...- dijo -...eres mi tercer deseo.

Lacenaire

La hoja del cuchillo resplandecí­a sobre la articulación de la primera falange del meñique de la mano izquierda. La tabla de madera era el mapa de un rí­o de sangre que surcaba el instrumento horizontalmente despidiendo afluentes que marcaban el punto exacto donde debí­a perder el dedo.

¿Lo hago, no lo hago?

El remordimiento lo estaba matando desde hace más de un año. La retribución de un soldado yakuza servirí­a. Levantó el mango del cuchillo a punto de segar su propia carne. Si, no.

No.

Pero mira que eres maricón

Y los meses pasaron. Una llaga en el dedo corazón fue creciendo semana tras semana. Un cajón que no cerraba, mierda cotidiana. Comenzó a doler.

-hay que amputar.

Tendido sobre la cama del hospital contemplaba su mano vendada. Y sintió paz, y sintió alegrí­a.