The walking dead

Iniciado por SrCualquiera, Marzo 27, 2017, 09:02:08 PM

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SrCualquiera

Imagina esta pequeña escena de terror doméstico: En la cocina, hay un horno digital con el display estropeado. No da la hora, está apagado. Aunque si quieres ver la hora, hay un pequeño truco: encendiendo la luz que está dentro del horno, la hora aparece otra vez en el minutero, como un milagro.

El mecanismo es simple, pero encierra un dilema.

Teniendo dos gotas de conciencia, una persona discurre que esa luz interior está haciendo un gasto inútil, ya que no hay nada en el horno que deba ser cocinado o iluminado por quién no lo fuera a ver. En el horno hay una sartén con aceite, que viéndose ahora después de la cena a través del cristal se muestra inoportuna e indeseable, como una vela mal puesta, un exceso de grasa a todas luces errático y casi vulgar.

Pero oye, es que a mí me gusta ver la hora en el display, me fastidia no ver la hora, me gusta estar informado, saber a qué vivo, le pido a la noche un reloj de cuco. ¿Qué puede gastar esa triste bombilla? La enciendo, joder, la enciendo, son mayores los placeres del neón.

Nunca he comprendido la necesidad de mirar el reloj en personas que no tienen nada que hacer. Como si el tiempo de ocio y de libertad debiera ser sopesado y administrado con suma cautela. Hay quienes racionan del plato hasta su último placer, y otros que son dependientes a ultranza del parte meteorológico, como si al estar mejor informados, mañana no fuera a llover. Por no hablar de los revisionistas del calendario, que disfrutan como nadie conociendo las semanas de los años venideros.

Pero bien, la relación propia que el hombre establece con el tiempo es la circularidad, así que admitiremos esa disculpa.

Sin embargo, lo grato de todo placer comienza cuando te has quitado el reloj, has descolgado el teléfono y te has olvidado de quién eres. Un libro, una música, un silencio, una observación desinteresada, un domingo por la tarde (yo amo los domingos incluso por su mala fama). La verdadera felicidad humana tiene más momentos de inexistencia que de firmes y admirables propósitos, más de mantita y de pantuflas que de luchas intestinas con la vida. Los grandes propósitos son metas del hombre, de la humanidad, pero no del individuo, el individuo por lo general es el hobbit que llevamos dentro. Alguien que espera la llegada de las fiestas y se pregunta cuándo dejarán de dar molestia las visitas.

Digamos que hay malas manías, así como entuertos de amor, que no los curan los médicos ni con seguro privado. Por lo general, no somos más que hábitos oxidándose y cochineándose siempre en los mismos charcos. Ese es el común de los mortales. Un gorrino melancólico, inconscientemente feliz, pero quejándose a cada paso de su mala suerte. Y luego, para dos que nacen buenos, nos los quieren desgraciar.

El ejercicio del cambio y de la superación suele suceder en personas con cierta flexibilidad de corazón. Alguien capaz de sintonizar con su entorno y consigo mismo, de cierta ductilidad, capaz de una actitud generosa y de una conciencia autocompasiva, que no autocomplaciente. El que tiene una buena antena en la cabeza, nunca se encontrará del todo perdido, siempre encontrará otra ruta, otra posibilidad de vivir.

Pero la amplia mayoría tenemos dificultades, pues son muchos los inventos y las añagazas que utilizamos en favor del infortunio; hay personas que son burrísimas de sí mismas, auténticas centrifugadoras, hamsters en su noria, asnos con antifaz que cargar de su costumbre, incapaces de avanzar o de pensar bajo otra luz la inviabilidad de un pensamiento viejo.

Hay personas tan grises que no levantan el ánimo ni que vayan a llamarlos Manolillo el de la pena, otros que confunden la realidad con el deseo y se quedan sin realidad, cuando acaban agotando su deseo; ¿y qué dices de los que no saben de su cabeza más allá que dónde comienza su panza?; hay quién explica sus principios a través del dogmatismo su entrepierna, y gente que no sabe de sí más que los datos de su tarjeta o la hora de la próxima reunión.

Hay quienes que sufren el boicot de la neuroquímica, el destierro, la minusvalía o la enfermedad mental y cuya terca supervivencia los convierte en pequeños superhéroes.

¿Pero dónde acaba la vida y dónde empieza la enfermedad? ¿Estoy deprimido porque soy yo, a conciencia de todos mis males, o porque he dejado de ser yo transformado por el peso de los golpes? ¿sufro depresión o es sólo autobiografía? ¿Es realmente un trastorno mi enfermedad o es una decisión que he hecho sobre mi vida?.

Todos traemos defectos o diseñamos trastornos para jodernos a base de bien. Pero hay personas que luchan y siguen vigentes, a pesar de las circunstancias, y otros que se rinden o se asquean y tampoco son culpables, porque no dan guerra, no dan mal.

Otros hay, sin embargo, tan enajenados que no encuentran en su identidad el papel que les tocó representar a un nivel terrestre: ángeles diabólicos, parásitos, cegatos, cómodos en la inmadurez y el autoengaño, sumidos en una falsa filosofía del mundo contra mí y aprovechándose de otros.

El común habitante de la casa se preocupa de pronto por esa bombilla anómala, preguntándose si no habrá forma más honrada de cronometrar lo que aún le falta a la noche, que es mucha.

El hombre que amaba su reloj responde fatigado, casi indigno, como el que se encuentra cuestionado de más en un asunto sin fuste: que sí joder que sí, que luego cuando me largue apago la maldita lucecita.

El común habitante sospecha de pronto el dilema en el que el otro se encuentra acotado, y lo deja estar sin más cuestionamiento ni importunio, pues es variada y libidinosa la relación que él mantiene con los electrodomésticos, y yo me tengo que tragar todas las noches el walking dead.