Una de dos

Iniciado por SrCualquiera, Febrero 15, 2017, 06:19:23 PM

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SrCualquiera

Una de dos

"Lo peor que te puede ocurrir si te encuentras en la mano un maletín lleno de dinero, es acordarte de quién eres realmente".

Contaremos la historia de Claudio, hombre escaso de cuerpo, perplejo de corazón, altura más que mediana y un rostro libertino que aún hoy se le resiste a envejecer. 63 recién jubilados, de forma anticipada cuando en la portería en la que trabajaba se dieron cuenta de que saludaba a más personas de las que pasaban por allí. Fue diagnosticado de trastorno esquizofrénico a causa de una imaginación más que sospechosa.

A día de hoy, sigue negando con aplomo su situación de enfermo:

"Y si soy hilo de mi percepción como cuerda que me une a mi conciencia, cómo habré de negar lo que veo con mis ojos y la realidad de aquello que estoy tocando. Pues si a eso tengo que llamar enfermedad, nadie puede afirmar con razón que mi enfermedad no forma parte del mundo, y que yo pertenezco furiosamente a él".

Estas y otras anotaciones escribe en cuadernos de gusanillo que compra con ilusión y en los que narra y garabatea con una frecuencia de niño.

"Si fuera que mi mundo es sólo la representación que proyecta mi cuerpo de él, y puede que esa propensión viniera a diferir en mucho de las cosas objetivas, querría decir que mi cuerpo es en efecto un error, lo cual resulta imposible, ya que empieza a dolerme demasiado."

Claudio siempre fue un hombre interesado e interesante, pero muy incomprendido y complicado al parecer. Su ex mujer lo abandonó por su puro desinterés, y viéndole los pájaros que le salían de la cabeza, se casó con un banquero. Tomando en cuenta que no tiene hijos, ni padres, ni hermanos que lo quieran entender, diremos que es un hombre a punto de ser ahorcado por su propio árbol genealógico.

"No es la soledad de adán que no supo aprender a vivir sin eva, es la soledad de la serpiente, que se sabe viperina y condenada, porque nunca nadie la volverá a prometer, ni tratará de comer de su árbol"

Vive sólo en un piso destartalado, con un periquito suspicaz que lo mira de medio lado y que es su único elemento de íntima compañía.

"Cuando el prejuicio se une a la convención, el enemigo se convierte en aquello que es incomprensible, y así se le aparta del mundo y se lo hace extraño".

A pesar de todo ello, Claudio dista mucho de ser una persona fúnebre o tristona, y aunque sea amplia la distancia que lo separa de los otros, tenga sucio el pensamiento de apotegmas, y muchas las caricaturas que le quedan por hacer, es más el embeleso que las cosas le provocan, y se ignora al fluir de las horas, enfrascado en pensamientos, puzles de mil ideas, cuando no en una paloma desconfiada a la que persigue en un parque impaciente por interrogar.

Mantiene una briosa curiosidad por las cosas, llena de emociones enloquecidas, y a su ya provecta edad, sube las escaleras de dos en dos, hace equilibrismos por los bordillos, y vive asomado a unos ojos que se le van escapando con lo que ve.

"Por lo cual no acepto otra realidad que no dependa únicamente de mi conciencia de ella, y que si ésta es en fortuna variada y contiene más cosas de las que son, yo me solazo de ello, pues es múltiple la intuición hacia nuevas y más ricas perspectivas. La materia es una mentira veraz, pero la ciencia de la psiquiatría es el único negocio en el que el cliente nunca tiene la razón".

El estilo de un hombre es el hombre mismo, y Claudio hoy tiene cita con el psiquiatra, así que se dirige a la parada como muy entretenido, con un chándal beige, que más bien es un blanco sucio, y unas zapatillas atrevidas de colores que son para él una pura incitación a la carrera, pues así es el pulso que mantiene contra otro caminante al que consigue incomodar con su cercanía, que más podría ser un marcaje.

Llega a la marquesina de la parada, y viendo un maletín que parece haber sido olvidado por nadie, lo coge sabiéndose dueño, y sin mirar lo que hay en su interior, sube al autobús.

Verse reflejado en las gafas oscuras del conductor, con su ropa de deporte y el maletín de cuero negro, y sueña ser un gánster de Tarantino.

Así se presenta a la consulta del psiquiatra.

Claudio se sienta en su silla roída de la seguridad social, y antes de que el médico le interpele con sus réplicas, levanta el maletín y lo pone sobre la mesa, paseando su mano sobre él con una avaricia de financista.

Una de dos, dice convencido:

Se olvida de que ningún día fuimos amigos, firma mi fecha de alta definitiva y se va con su mujer a las Bahamas. Aquí tiene un maletín lleno de dinero.

La otra opción no hace falta que se la cuente.

El médico asiste divertido y promulga sus manos hacia el fabulado maletín, hasta que lo abre y la cara se le descompone. Tan estupefacto, que malgasta aún algún tiempo en ir cerrando la boca, hasta que volviendo otra vez sobre sí, se lo guarda sin querer bajo la mesa y se queda posando como un selfie.

Claudio levanta y se marcha casi inseguro de haber dejado bien claro cuál era la decisión correcta.

"El enfermo recrea una y otra vez sus mismas o distintas obsesiones, resulta casi siempre delirante, muestra escasa docilidad al medicamento, y no tiene ninguna propensión a reconocer ni aceptar su enfermedad. Escribo su orden de internamiento, ya que aunque no parece una amenaza para otros, diga dios un día hacia donde le lleven sus aventuras. Ha tratado de sobornarme con una maleta de dinero vacía".

Fueron las últimas palabras que Claudio dejó dichas en su esquela, mientras se iba olvidando de sí, en un sucio sanatorio.

"Cuánto puto malnacido y yo qué viejo".