Las rosquillas ciegas de la abuela

Iniciado por Recolectando, Septiembre 15, 2008, 10:06:06 PM

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Recolectando

Y así­ fue como les cambiaron el mote a los que habí­an sido conocidos bajo el apodo de, Los nietos de la Indiana.  Así­, como les voy a contar, si tienen la paciencia de escucharme, claro.  Es una historia ya vieja, algo menos de lo que yo lo soy también, pero a los nietos de aquellos nietos aún en nuestros dí­as, con soniquete de burla como podrán figurarse, hay quien les pregunta por la receta de las Rosquillas ciegas de la Abuela.

Ensordeció, a los romeros que regresábamos de la ermita del Niño Jesús aquella tarde del último domingo de mayo del 42, un estrépito tal, que bien se asemejaba al de una tormenta que, atrincherada, estuviera bombardeando al sol con los truenos más estruendosos y rugientes.   Un coche de aquellos que sólo  habí­amos visto los garrapos, los vecinos de La Seca,  en las pelí­culas del cine parroquial los sábados, se estacionó frente a la Iglesia de Nuestra Asunción.  La chiquillerí­a fue la primera en llegar a la plaza y tras ellos fuimos concentrándonos todos para contemplar de cerca aquel fenómeno. Un negro refulgente. Con aquel capó incisivo como el de una bestia mitológica. De elegantes ruedas blancas que simulaban calzarlo a modo de botines. Y con aquella trasera que parecí­a hecha para recibir el empuje de la totalidad de los vientos.  Indiferente a toda aquella expectación, descendió primero un chófer uniformado que abrió con su mano enguantada la portezuela trasera.  Y entonces la vimos bajar.

“Abájense mijitos, ya por fin llegamos”, cantó su voz alargando las vocales.   Lucí­a una pamela carmesí­ de anchas alas,  tocada con un ramillete multicolor de flores de gasa que hací­an juego con las que estampaban su  vestido lleno de volantes.  Los garrapos quedaron impresionados con aquel estallido de color hecho hembra de formas rotundas. Las garrapas, en cambio, se cruzaron miradas de reprobación, mientras de soslayo repasaban sus vestimentas oscuras y sobrias.  Aunque iban adornadas con los mantos bordados con los que se cubrí­an en las fiestas, se sintieron empequeñecidas a la vez que nací­a en ellas una envidia malsana.   â€œ¡Qué molleja! ¡Qué bojote de gente!”,” Menito, no me seás maleducada, así­ no hablan las señoritas”.   Una muchacha con pantalones blancos que dejaban ver sus tobillos, zapatos planos, y una blusa celeste de generoso escote, nos dejó maravillados a todos los que por entonces moceábamos, en especial por aquella piel morena que la hací­a ver más rubia aún.  Tras la  chica bajó un hombre joven, vestido con un traje blanco y holgado, tan moreno como las dos mujeres y el cabello negro, corto y engominado.  Si la Gertrudis, la aparcera de la casa solariega, no se hubiese acercado a ellos para recibirlos con besos y abrazos, nunca la habrí­amos reconocido: la Basilia, la esposa del Marianico, la más pobre de La Seca, habí­a vuelto rica de las Américas, acompañada por sus nietos,  y ahora todos tendrí­amos que llamarla Doña.

“¿Pero cómo sos tan farfullo, Damián? Con lo hablachento que es tu papá y lo bien que platica”.   Mis mejillas enrojecieron más que el vestido bermellón que ceñí­a el cuerpo esbelto de Menito; sentada levemente detrás de su abuela, me observaba con ojos desafiantes y maliciosos, como si le divirtiera ver mi aturdimiento cada vez que me invitaban a tomar café.  “Mamacita Gertrudis, sí­rvele otro pocillo de café a nuestro jovencito, parece que no le gustó el primero, se lo derramó todito”.  Menito, ahogó una risita traviesa.  Yosmari, siempre vestido de blanco impecable, me dirigió una de sus miradas de comprensión perdonavidas con la autoridad que le daba tener ya más de veinte años frente a mis pobres quince y, susurrándole algo al oí­do a su hermana, marchó de la casa.  “Hay que ver, mijito, siempre candajeando, así­ tan engaripolado,¡tú lo que quieres es hacerme bisabuela!, andate por la sombra que este sol quema más que el maracucho”.  Y así­ acabábamos siempre los tres solos en el saloncillo de recibir en verano, con aquellos enormes butacones de mimbre en los que yo trataba de hundirme para hacerme invisible, mientras Doña Basilia y Menito, con su soltura de mujeres de ciudad, me lanzaban picardí­as que me aturullaban más y más. 

Por ser hijo del médico, yo era de los pocos que podí­a traspasar los muros de aquella casa solariega que habí­amos visto crecer piedra a piedra en la Calle Real  y que era ahora la más adinerada del pueblo.  Todas las comadres en sus corrillos se hací­an lenguas de la Indiana y sus nietos, pero lo cierto es que los pocos que podí­amos tratarles de cerca éramos envidiados.  Doña Basilia con sus vestidos floreados era la atracción más colorida en nuestras calles grises de entristecida posguerra. Todos mis sofocos me valieron ser el mozo más popular entre los chicos: me acribillaban a preguntas sobre Menito  y se disputaban mi compañí­a para escuchar su voz al saludarme cuando ella salí­a acompañada por la mamacita Gertrudis. Yosmari pronto fue el más admirado en el casino, elegante y lebrel, hasta mi padre atendí­a a sus palabras como si él fuera el joven y Yosmari el doctor.   Su popularidad fue en aumento hasta que estalló el escándalo.

“Será endino el alcalde, ¡vaya desvergí¼enza nombrar reina a la nieta de la indiana!” “Claro, como la Basilia ha hecho un donativo de veinte mil pesetas al ayuntamiento...” “¡Órdiga! Y otros favores que le habrá hecho la lagartona...”.  Así­ bufaban las madres cuyas hijas eran siempre las candidatas a reina de la Fiesta Grande de agosto.   Menito paseaba todaví­a más ufana al lado de la mamacita Gertrudis y hasta parecí­a que con el revuelo se habí­a vuelto más esbelta y atractiva.  Las otras jóvenes destronadas le giraban la cara al cruzársela. Sin embargo,  cuando Yosmari resultó ser el más gallardo en los encierros de la villa, buscaron desesperadamente hacerse amigas de ella para que las pusiera a bien con su hermano.   Hasta las lenguaraces madres rivalizaron para ser recibidas  con mayor frecuencia en la casa solariega, pensando en lo buen partido que serí­a Yosmari para sus hijas.  Los nietos de la indiana, a buen seguro por la poca edad que tení­an, tení­amos, entonces, se dejaron encumbrar hacia esa celebridad que les convertí­a en los más solicitados de La Seca y olvidaron totalmente lo vivido en su Maracaibo natal.  Doña Basilia, en cambio, no se dejó engañar por la repentina adulación de los garrapos, al contrario , esa mudanza en sus afectos la puso sobre aviso de lo poco fiables que podí­an llegar a ser aquellos pueblerinos.   Sabí­a que su aislamiento les hací­a creerse el centro del mundo, por eso les sospechaba capaces de morder sin compasión la mano que antes hubieran bendecido.  Sólo el tiempo confirmarí­a o disiparí­a sus temores

Y el tiempo empezó a fugarse veloz cuando terminó el letargo estival.  Septiembre llegó con las prisas de la vendimia; la actividad en la cooperativa que fundó mi padre volvió a ser febril, aquella añada habí­a sido buena y habí­a que mimar los caldos desde el mismo trabajo en el lagar.   Con la arribada de esos tonos ocres empezamos a empacar nuestra ropa y nuestros libros para retomar el curso de nuestros estudios.  Yosmari marchó a Valladolid para hacer carrera de abogado.  Al caer octubre empezó a soplar el regaño y quedaron olvidadas las prendas de verano.   Menito se sentí­a encantada estrenando ropas de abrigo, conjuntos traí­dos de las mejores tiendas de Madrid que nunca habrí­a podido lucir en Maracaibo.  Doña Basilia, arrecida por la cochura de nuestra tierra castellana, empezó a calarse de añoranza y languidez.  Primero de noviembre, el pueblo vestido de negro, crisantemos, dalias y gladiolos perfumando el ambiente, y Doña Basilia pensando en sus pobres muertos:  tan lejos, tan solos, sin flores sobre su tumba. Su Mariano cuidando de su pobre Paula, de su pobre hija única, los dos juntos allá, bajo la misma lápida.   Y ella aquí­, entumecida por un frí­o doble, mezcla de la frialdad del clima con la frí­a cerrazón de los garrapos. Nací­a diciembre cuando Doña Basilia sintió todo el peso de la ausencia de la calidez maracucha.  Reunió a sus dos nietos y a la mamacita Gertrudis en el comedor de invierno, les regaló el cofre de sus recuerdos más queridos y de sus consejos más sabios para que hicieran frente a lo que la vida les fuera trayendo.   Y el mismo Chrysler Airflow del 34, que la habí­a traí­do, la regresó de vuelta a la tamizada luz caribeña que la ayudarí­a a cuidar de sus pobres muertitos.

“Verá, lo más importante es sancochar para dejar la masa fina.   Escuche, escuche...  Se le retira primero la vena a la yuca, se la muele bien fina, se lava y se echa en la cazuela con manteca y sal, se ha de tener mucho cuidado de que no se queme, ¡eh!   Por eso no se puede parar de remover.  Sí­, sí­... Eso es la sancocha.  Una vez frí­a la masa se forman bolitas bien uniformes y se frí­en con mucho aceite bien caliente.  Y entonces viene el toque de gracia: ¡ el jarabe de papelón! Usted el papelón  no lo ha visto nunca, pero es una melaza de caña sólida con una forma muy graciosa. Le explico, el papelón se disuelve a fuego lento con un poco de agua y se perfuma con clavos de olor y canela, con ese jarabe se bañan los buñuelos. ¡ Lo que yo le diga! Postre tan fino no lo va a probar usted ni en las mejores reposterí­as de la capital.”   Así­ se daba pisto la mamacita Gertrudis delante de todas las garrapas que la querí­an escuchar.  Cada primer lunes de mes llegaba a la casa solariega un enorme paquete, embalado como si fuera un tesoro, y lleno de timbres de todos los puertos en los que habí­a hecho escala.  Doña Basilia seguí­a mimando a sus nietos mandándoles los exóticos ingredientes de sus dulces favoritos.  A cada enví­o lo acompañaba una carta con arrumacos para Menito y Yosmari, gratitudes para la mamacita Gertrudis y la amorosa narración de la receta del platillo.  Alguna vez alcancé a probar de aquellos postres, pero cada vez me invitaban más de tarde en tarde a la casa solariega, ahora Menito preferí­a las visitas de los señoritos de Valladolid que estudiaban con su hermano.  La propia mamacita Gertrudis dejó de verme con buenos ojos, el hijo de un médico rural era poco para su señorita, y ahora, con Doña Basilia tan lejos, era ella la que tení­a que asegurarle un buen casamiento.  Menito con el azul de los mares soñados en su mirada.  Menito con sus cabellos dorados como el trigo rubio.  Menito con su moreno elegante destacando su esbelta figura. Menito con su sonrisa traviesa y su risa fresca y contagiosa.  Menito, mi Menito, me quedó tan lejos entonces como lo está ahora ya para siempre.

Porque la mamacita Gertrudis no supo guardar el secreto, todos los garrapos quedamos enterados de que aquel 5 de abril de 1943 los nietos de la indiana habí­an recibido su último paquete de ultramar.  A la misma hora de siempre llamó a la puerta el cartero.  El paquete tení­a los timbres de costumbre, pero no lo acompañaba carta alguna.   Menito se sintió decepcionada por la falta de las letras de su abuela, pero Yosmari, que estaba pasando unos dí­as en casa para preparar sus parciales, y la mamacita Gertrudis, le restaron importancia.   Bajaron a la amplia cocina para abrir la nueva sorpresa con el mismo ritual de todos los meses.  Mamacita Gertrudis posó el bulto en el centro de la mesa.   Yosmari, con un gesto de su brazo, invitó a su hermana a proceder con el desembalado.  Menito  se esmeró como siempre en no romper ni una sola capa de papel del envoltorio.  Quedó al descubierto una curiosa caja de madera labrada.  Pensó Menito que por fin su abuela se habí­a acordado de su cajita de música soñada, sin embargo, al abrirla no apareció ninguna bailarina danzando al sol de la Barcarola.   En el interior sólo habí­a un finí­simo polvo de color gris blanquecino.  Mamacita Gertrudis rompió el estupor de los tres probando una leve pizquita, no habí­a duda alguna aquello era la harina más exquisita que habí­a tenido ocasión de gustar.  Menito rápidamente propuso que prepararan unas arepas, Yosmari se decantaba por unos tequereños .   Mamacita Gertrudis, para evitar que aquello se convirtiera en una de esas eternas riñas entre hermanos, salomónicamente, decidió que les prepararí­a unas rosquillas ciegas de íscar según la receta que le dejó en herencia su madre.   â€œCoged la masa así­, con la cuchara, y le dais forma ovalada.  Cuando estén cocidos los pintaremos con la glassa. Veréis que bollos más finos, parecen suspiros, no podréis parar de renchir”.   Tres dí­as más tarde llegó la carta.  Ribeteada de negro, con el sobre mecanografiado y una escueta nota del notario de Doña Basilia dándoles el pésame, indicándoles los tramites para recibir la herencia y avisándoles de que, cumpliendo la última voluntad de su abuela, les habí­an enviado sus cenizas.    El horror de Gertrudis, que ya no quiso ser llamada mamacita nunca más, no tuvo lí­mites y escampó por el pueblo la noticia de que los nietos de la indiana la habí­an obligado a cocinar sus cenizas.

Medio escondida tras los visillos, Menito jimplaba con desconsuelo.  En la Calle Real, los jóvenes garrapos de las familias más ricas, le hací­an pagar el desaire de haber preferido a los señoritos de Valladolid tirándole chatos  a sobaquillo y, entre carajadas y mofas, le preguntaban a gritos a qué sabí­a su abuela.  Aquel escarnio se habí­a ido fraguando a lo largo de varí­as semanas. Gertrudis habí­a recogido sus cosas para regresar a su casa, el mismo dí­a en que se recibió la carta.  Repitió su versión del incidente cuantas veces se lo pidieron, en cada una exageraba un poco más su fingido papel de ví­ctima.  Los corrillos se convirtieron en tribunales populares, se hací­an eco de la barbarie de los nietos de la indiana y no habí­a comadre que no confesase haber callado tal o cual rumor; rumores que ellas inventaban para la ocasión.  La sentencia fue inapelable, ni todo el dinero del mundo habrí­a podido cambiar la naturaleza salvaje de aquellos jóvenes, después de todo, no eran más que indios acostumbrados a la brutalidad de viejos ritos paganos: gente así­ no debí­a permanecer en el pueblo.  Concluido el juicio, las mujeres azuzaron a sus maridos y a sus hijos para que tomaran cartas en el asunto.  Los hombres, al principio se limitaban a hacerle el vací­o a Yosmari en el casino, visto que el nieto de Doña Basilia no se doblegaba, llegó la noche en la que trataron de correrle a golpes; sólo la autoridad de mi padre lo impidió.  Tras aquel conato de agresión, los hermanos se recluyeron en la casa solariega, siquiera se les habí­a visto asomarse a las ventanas  hasta que empezó el apedreamiento.  Yo contemplaba la escena a cierta distancia, con rabia, pero sin atreverme a enfrentarme al grupo de mozos; sólo fui capaz de marchar corriendo a avisar a mi padre cuando uno de los chatos rompió el cristal y la sangre tiñó el rostro de Menito.

De noche, como cazadores furtivos que han de burlar la vigilancia de los guardias, mi padre y yo fuimos a la casa solariega.  La herida en su frente apenas le dolí­a, pero sentí­a el alma magullada por aquella afrenta injusta.  No querí­a escuchar los razonamientos de Yosmari que ya no estaba dispuesto a seguir exponiéndose a la ignorancia y la crueldad de los garrapos.  Menito clamaba su inocencia, su derecho a mantenerse firme en aquella casa que sus abuelos habí­an conquistado con su esfuerzo para que los suyos tuvieran la vida que ellos habí­an soñado.  Suplicaba con vehemencia que le permitiesen quedarse, afirmaba ser capaz de enfrentarse ella sola a toda aquella humillación. Mi padre la dejó desahogarse, después con habilidad fue dándole la vuelta a todas sus palabras, hasta que la convenció de que marcharse era la mayor ofensa que podí­a perpetrar contra los vecinos de la villa.  Les ayudamos a preparar un equipaje mí­nimo, mi padre comprometió su palabra de que les harí­a llegar el resto cuando se hubieran calmado los ánimos y les prometió, además, que él mismo se encargarí­a de evitar cualquier intento de pillaje.  Menito estuvo callada todo el tiempo en el coche mientras les acompañábamos a la estación, Yosmari se deshací­a en agradecimientos, yo apretaba los puños para que no mojaran mis ojos las lágrimas que yo lloraba por dentro. Nos disponí­amos a regresar cuando Menito pronunció mi nombre con toda la fuerza que le permitió su voz: “Regresaré, Damián. ¡Por la memoria de mi abuela!”.  Y cumplió su juramento.  Volvió muchos años después, regresó casada y madre, pero la memoria de los garrapos no habí­a olvidado y  los ojos de Menito,  su mirada azul como todos los mares soñados, no perdieron ya nunca el leve telo de tristeza que les habí­a pintado el dolor por el fin de su abuela y la amargura del estigma con el que los garrapos sellaron todos los rincones de la casa solariega.

Y así­ fue, así­ como se lo he contado que los nietos de la indiana y todas las generaciones venideras fueron llamados, Los de la abuela enrosquillada.

viernes, 01 de junio de 2007