FILOSOFAR ES RECONCILIARSE CON LAS PALABRAS DE UNO

Iniciado por Kamarasa GregorioSamsa, Noviembre 20, 2008, 02:02:53 PM

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Kamarasa GregorioSamsa

Traducción Mercedes Garcí­a Márquez
El original en francés está en la página web de la revista Diotime l’Agora www.crdp-montpellier.fr/ressources/agora/


"Una de las tareas principales de la práctica filosófica es la de invitar a la persona a reconciliarse con su propio discurso. Esta afirmación parecerá extraña a algunos, pero a la mayor parte de las personas que hablan no les gusta lo que dicen, mejor dicho, no lo soportan. « ¡Cómo es posible ! » replicarán los objetores, « la mayorí­a de la gente habla, incluso hablan mucho ». Constatación innegable : no hay más que instalarse en un lugar público y oí­r el guirigay de las conversaciones para darse cuenta.

En efecto es verdad que la mayorí­a de las personas hablan, incluso se podrí­a decir que se sienten obligadas a hablar. Como con una compulsión imparable, a la vez porque quieren decir, quieren expresarse, y porque no soportan el silencio. El silencio es sospechoso, pesa, ofrece una apariencia triste; hace falta tener una gran confianza con alguien para aceptar el silencio en su compañí­a, o tener una buena razón, sin la cual podrí­a significar un cierto desinterés, una ruptura de diálogo, léase un conflicto.

Las personas hablan, en general hablan de cualquier cosa : del tiempo, de los acontecimientos, de los avatares de su vida privada, intercambiamos atenciones, lugares comunes, y cuando la conversación se embala, a veces nos hacemos confidencias í­ntimas, nos revelamos pequeños secretos, o compartimos un dolor más personal, inconfesable. Sin embargo cuando la discusión se acalora por un desacuerdo una primera sospecha se impone a nuestro ánimo por lo que respecta al placer de «hablar ». Los ánimos se encrespan, se calientan, se enfurecen, se enervan, se vuelven violentos o toman un cariz agrio. Si no estuviéramos tan habituados a ese tipo de viraje hacia la virulencia podrí­amos extrañarnos: « ¡Oye, mira! están descubriendo una idea que les importa, un tema que al parecer les interesa, además, como no comparten opinión, pueden discutir... ¿Porqué ese desagrado o dolor con el que parecen vivir ese desacuerdo? » La sabidurí­a popular proclama que hay que evitar las discusiones que nos producen enfado (esto atañerí­a a los temas importantes aquellos que nos apasionan) y que deberí­amos atenernos a los intercambios formales, ciertamente menos apasionantes, pero también menos arriesgados.


Tener razón

¿Cuál es el problema aquí­ ? Cada uno pretende tener razón. Pero no es habitual detenerse en el significado de la idea «tener razón», y por qué nos apasiona tanto. Se pueden dar explicaciones varias, que si es una cuestión de confrontación con tu semejante, de lucha de poder u otra, y que uno, en esa batalla, se juega su propia imagen, explicación que contiene sin ninguna duda su parte de verdad. Pero lo que nos interesa aquí­ es otra vertiente de este asunto, que no está desvinculada de las intuiciones precedentes: la hipótesis según la cual el ser humano en el fondo aprecia poco su propia palabra, lo que explicarí­a tanto las dificultades de la conversación como la facilidad de su deslizamiento hacia aspectos desagradables. En efecto, si una persona amase por poco que fuera su propio discurso, si confiara en sus palabras, ¿Por qué se habrí­a de preocuparse tanto de ser reconocido por su prójimo? ¿Por qué querrí­a de manera tan insistente obtener algo de su interlocutor ? Llegados a este punto, dejaremos de lado las discusiones que tengan un objetivo bien definido como son las que por convicción o por interés práctico tengan la necesidad de convencer al otro, porque en ese caso la discusión no es libre, no es ella su propio fin, desea explí­citamente un objeto sin el cual la discusión no tendrí­a razón de ser, la finalidad se halla precisada y afirmada.

Bien es verdad que pensamos que, indirectamente, siempre buscamos algo, puesto que en general esperamos obtener una manera u otra de adhesión de la persona a la cual nos dirigirmos. Pero la cuestión es saber por qué. En esta perspectiva percibimos el mecanismo de la « reina madre » la madrastra de Blanca Nieves « Espejito, espejito, ¡Dime quien es la mas bella ! ».

Si la reina madre apreciaba tanto su propia belleza, ¿Qué necesidad tendrí­a de preguntarle al espejo si es ella la más bella ?¿Qué necesidad tendrí­a de compararse a la pobre Blanca Nieves?

Evidentemente, existe una relación cierta entre el hecho de encontrar a alguien bello y el hecho de amar, a otro o a sí­ mismo, y así­ como ya lo expuso Platón en el Banquete, es difí­cil saber qué sea antes si la belleza o el amor. ¿Nos amamos por ser bellos o nos encontramos bellos porque nos amamos ? Y para volver a la palabra a la que estamos poniendo en cuestión ¿qué ocurre? ¿Encuentro que mi palabra es fea porque no me amo? O bien ¿no me amo porque encuentro fea mi palabra? Dejaremos que esta cuestión sea zanjada por cada cual a su modo, o puede que sea un buen tema para especialistas. En cuanto a mi, como práctico de la filosofí­a, mas preocupado por el fondo del pensamiento en sí­ que de la subjetividad humana, a pesar de los lazos que los unen, me preguntaré (como al principio de este texto) cómo podrí­a reconciliar al sujeto con su propia palabra. No por la preocupación de hacerle feliz o por algún proyecto eudemonista, sino únicamente porque si no se reconcilia con su propia palabra, no podrá pensar.

Proteger la palabra

Antes de explicar esta última frase, precisemos que para mi, el hecho de reconciliarse con la propia palabra no implica encontrarla maravillosa, mas bien al contrario. El éxtasis ante la propia palabra es demasiado a menudo la expresión narcisista de una subjetividad exacerbada, de un mal ser, de una ausencia de distancia, de una incapacidad de mirada crí­tica."

Oscar Brenifier




Me encanta este tipo, incluso más que la caña que nos ha pegado a unos cuantos con su forma particular de entender la filosofí­a. Y se agradece.