Hilo oficioso de etimologí­as

Iniciado por Casio, Marzo 16, 2006, 12:39:24 PM

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Rednuts

Creo que estáis sometiendo a Lorenzo a una persecución insustancial. En este mismo subforo, mucha gente se limita a pegar links sobre el tema que de discuta, sin tomarse siquiera la molesta de copiar y pegar el texto en el mensaje. Y nadie se mete. Sois unos productores de asco.

Aprovecho para postularme como moderador.
Tú no tienes convicciones porque tú eres de Málaga

Bilán

Pues no. Eso que dices  de pegar el enlace normalmente se hace precisamente para poner bien clarito que no es una elaboración propia, normalmente dentro de un texto que sí­ lo es. Lo que hace lorenzito es cortepegue sin cambiar una coma, dando la impresión que lo ha escrito él. Los demás tambien sabemos buscar por la red. La persecución  de lorenz es una acto de salud pública necesario. El orden del mundo exige sacrificios sangrientos. Lorenz debe morir.   

belzebu

Traición

El concepto de pecado nefando, el mas abominable de los crí­menes, que atraí­a sobre su autor la eterna maldición de los dioses y los hombres, ha ido cambiando a lo largo de los siglos. El canibalismo y el bestialismo eran innombrables al ser propios de animales humanoides; sólo hace muy poco y en algunas culturas dejó de serlo la sodomí­a; el infanticidio aún se practica con las niñas y antes era habitual con los bebés deformes; pero la que pervive con toda su fuerza en cualquier rincón del mundo es la traición. Desde muy antiguo, el mayor enemigo de la patria no era el que amenazaba con invadir sus fronteras, sino el súbdito felón que intentaba destruirla desde dentro, mediante la cobardí­a, la desobediencia, el sacrilegio e incluso el adulterio. Al violarse la confianza entre los miembros del grupo, se poní­a en peligro la cohesión, la seguridad y la misma supervivencia del grupo en su conjunto. En el máximo nivel se encontraba la alta traición, que en teorí­a significaba poner el Estado en manos de los enemigo, pero que en la práctica consistí­a en faltar a la lealtad debida al rey y conspirar para derrocarlo. El Estado soy yo se habí­a dicho con otras palabras muchos siglos antes de Luis XIV, desde los primeros clanes familiares sujetos al poder incontestable de un jefe; Hitler se aseguró la obediencia de los militares a su régimen mediante un juramento de fidelidad a su persona. Cree el traidor que todos son de su condición, y los propios tiranos que se adueñaban del poder merced a un puñal en las regias espaldas, se cuidaban mucho de vigilar y ejecutar a cualquier sospechoso de pretender emularlos. Siguiendo una larga tradición que se remonta al menos a los emperadores romanos, los bienes del traidor ejecutado eran confiscados para expiar su execrable crimen. De modo que los juicios por traición no sólo eliminaban a los desobedientes y protestones, sino que constituí­an un suculento negocio para las arcas públicas, que era lo mismo que decir las privadas de Su Majestad. Roma no paga a traidores, aun cuando no pudiera gobernar sin ellos, así­ que siempre se podí­a recurrir a su amenaza cuando no habí­a más presas a las que esquilmar; o para crear un mundo de guerreros fanáticos, temerosos de la traición y llenos de odio militante, como en 1984 o en cualquier estado totalitario, donde la nación se confunde con el partido y sus dirigentes. Aun hoy dí­a, la alemana Marlene Dietrich sigue siendo repudiada en su patria por animar a las tropas aliadas a luchar contra los nazis. De igual modo, dejando al margen a los pocos inmortales cuya hazaña fue de tal magnitud que su nombre se convirtió en sinónimo de traidor, como el noruego Quisling o el griego Efialtes, la desconfianza y el miedo a la traición rigen a escala mezquina las relaciones personales del común de las gentes. Los infames son los otros, que quizá no te causen una ruina digna de titulares de prensa, como secuestrarte, ocupar tu casa o matar a tu pez de colores, pero que te pueden dejar abandonado cuando precises su ayuda, o divulgar datos falsos o ciertos a tus espaldas. Hay que ser fieles a lo prometido, y a lo debido por reglas inamovibles e inquebrantables por más que se nos antojen ajenas, obsoletas y ridí­culas, sin importar que ello sea malo, perverso o dañino. No se traiciona al amigo que traicionó a su pareja, ni se descubre al compañero que husmea en los vestuarios de las secretarias, ni mucho menos se delata al cuñado aficionado a los niños. ¡Eso no se hace a un amigo!, clama con escándalo y sonrojo nuestra conciencia, tras enterrar en lo profundo que uno sea amigo de semejante ser. ¿Y qué decir cuando estamos amarrados por los lazos sanguinolentos de la parentela natural y polí­tica? La ley legal nos exhorta a denunciar, pero la ley social, la tradición de la amistad o del mero compañerismo, nos obliga a callar, mientras que la ley del clan nos exige incluso apoyar. Te puedes fiar de quien es í­ntimo amigo del asesino que quizá un dí­a te acuchille, pero no de quien lo ha delatado. ¿Quién te asegura que la vida no te llevará a ti mismo a convertirte en criminal, y que entonces no necesitarás a un camarada fiel que te apoye o al menos te encubra? Acusar se considera una conducta tan vil e indigna, que incluso surgen escrúpulos morales en un conflicto de lealtades en apariencia fácil, cuando piensas en traicionar al amigo de la infancia justamente por encubrir la traición de otro amigo de segunda fila. Chivato, los dí­as que te quedan son una cuenta atrás. Traicionas a tus semejantes por temor a que se te anticipen. Traicionas a tus mayores al apostatar de su fe inerte y renunciar a sus costumbres inveteradas. Traicionas tus principios, cuando de repente observas con horror que tus valores se derrumban por la desesperación, y te enfrentas realmente a situaciones que, con estúpida inocencia, proclamabas que no te harí­an conculcar tus ideales. Y te preguntas si eres un renegado o tan sólo has evolucionado, ya que es de sabios rectificar a tiempo; o quizá seas consciente de tu traición, pero no estás seguro de arrepentirte de ella, ni te atreves a jurar que no la repetirás de nuevo. Nunca olvidamos las traiciones que hemos padecido, pero nunca recordamos las que hemos cometido.

La palabra traición procede del latí­n traditionem, acusativo de traditio, sustantivo creado a partir del verbo tradere. A su vez, éste es una reducción de transdere, formado por la preposición trans, que ya los romanos pronunciaban [tras], y luego [tra] ante consonante sonora, y el verbo dere, variante de dare “dar” en compuestos. Acostumbrados como estamos por los diccionarios, los neologismos y los sabihondos a que trans signifique “al otro lado” o “a través de” (así­ transalpino, que puede indicar tanto “lugar al otro lado de los Alpes” como “recorrido a través de los Alpes”), no nos percatamos de que su auténtica acepción es “de un lado a otro”. Y sin embargo, lo podemos comprobar en decenas de palabras de uso común, tales como transformar “cambiar de una forma a otra”, transportar “llevar algo de un lugar a otro”, o transexual “que cambia de un sexo a otro”. De manera que la modificación que efectúa trans no radica en la existencia de un objeto o concepto que se desplaza de un lugar o situación a otro, sino en la existencia de un lugar o situación de origen y otro de destino. De igual modo, nuestro transdere > tradere se diferencia del mero dare en que no se fija en el objeto o concepto que se da, sino en el sujeto que lo da y, sobre todo, en el que lo recibe. Y así­ es como podemos deducir que tradere significa propiamente “dar algo a alguien”, “pasar de mano en mano” o también “poner en manos de otro”; en resumen, todo lo que comprende hoy dí­a la noción de ”entregar”. No damos un brindis al sol, a la espera de que alguien lo recoja, sino que ponemos directamente la copa en las manos del destinatario escogido. La traditio, la abominable traición, era en su origen un término neutro que hací­a referencia al simple acto de entregar algo a alguien, y se empleaba sobre todo en el ámbito comercial y jurí­dico a propósito de la compraventa de bienes y mercancí­as. Aun hoy dí­a, un derivado culto, la tradición, se sigue utilizando con ese sentido como tecnicismo del Derecho comercial: la entrega de una cosa de manos del antiguo propietario al nuevo; un documento por el que se realiza una transmisión de propiedad, como la escritura pública de una casa, se dice que tiene valor o efecto traditorio. Por cierto, aunque el intercambio sea un proceso basado en entregar y recibir, de tradere no proviene el inglés trade “comercio”, sino que esta palabra deriva de un término germánico que significa “rastro, estela, curso”, y que aludí­a a la ruta marí­tima que seguí­an los barcos que se dedicaban a llevar mercancí­as de un puerto a otro. En el entorno legal de los antiguos latinos, traicionar no era atentar contra esa misma legalidad, sino tan sólo cambiar de dueño, antaño de tus propiedades y luego de tu lealtad, hasta que las pésimas connotaciones de ese verbo hicieron preferible sustituirlo por “transmitir”: vender, ceder o legar a otro, sean tus acreedores o herederos, un derecho o un objeto. Por su parte, el traditor, el traidor, no era más que el encargado de realizar dicha entrega o transmisión a otra persona. Desde el punto de vista de la etimologí­a, el mensajero que te notifica el despido, el cartero que te lleva una multa de tráfico, el repartidor de pizzas a domicilio, no son sino traidores a sueldo. Y en efecto, el concepto de ser un vendido, de vender a tu patria, convicción o compañeros a cambio de poder y riquezas, es algo que siempre se ha asociado a la traición; aunque ésta pueda realizarse también de manera gratuita, o más bien dirí­amos a cambio de un beneficio í­ntimo e intransferible, tal como la venganza, el rencor o la supervivencia. Es el caso de los traditores o donantes eclesiásticos, obispos que durante las Persecuciones entregaban a los romanos copias de las sagradas Escrituras que habí­an jurado salvaguardar, a fin de salvar y guardar intacto su propio pellejo.

Mas no es de estos traditores de donde procede el sentido moderno de traidor. Si bien en algunos textos del latí­n clásico encontramos ejemplos que apuntan a dicha equiparación, la acepción dominante de traditor sigue siendo en aquella época la de mero transmisor de algo. En su lugar, los códigos legales prefieren otros términos de más alcurnia. Por un lado está la proditio, que de ser la perfidia o desobediencia desleal al jefe militar, pasa a designar la colaboración con el enemigo y se convierte en sinónimo de traditio, pero cargada plenamente de connotaciones negativas: entregar o rendir al enemigo una fortaleza o un ejército, e incluso información confidencial, con lo cual acaba también significando “desvelar, denunciar”. Por otro lado tenemos la perduellio (de perduellis, “enemigo”, derivado de duellum > bellum “guerra”), que consistí­a en convertirse en enemigo público de la patria por cualquier medio, tal como la deserción o la rebelión violenta a  fin de usurpar el poder. Y en la cúspide se hallaba el crimen de lesa majestad, que al principio se aplicaba a la tiraní­a o abuso de poder por parte de las autoridades, pero que con la llegada del Imperio acabó irónicamente por convertirse en lo contrario: todo atentado, pací­fico o violento, de palabra u obra, por acción u omisión, contra el poder y el orden establecido, con la excusa de que suponí­a atentar contra la seguridad del pueblo y del Estado romanos.

Esta situación cambia drásticamente en la Edad Media con el surgimiento de las naciones europeas. Por influjo de los códigos germánicos, el soberano desciende de las alturas de la omnipotencia divina, y pasa a ocupar un simple y frágil escalón por encima de sus vasallos, cuyos derechos y apetencias se ve obligado a respetar: nos, que valemos tanto como vos, y juntos más que vos, os hacemos rey con tal que guardéis nuestros fueros y libertades, y si no, no, conminan a jurar los nobles aragoneses a su flamante rey. Aunque situado en la cima de la jerarquí­a, el rey no deja de ser un primus inter pares, el primero entre sus iguales, uno más de ellos, que tan pronto lo elevan como pueden deponerlo. El poder de los vasallos era tal que se aceptaba que tení­an derecho a rebelarse cuando se considerasen ultrajados por su señor; y tras unas cuantas granjas incendiadas e iglesias saqueadas, el vasallo suplicaba perdón, se arrodillaba en la nieve como penitencia, llegaba a un acuerdo con su señor, y volví­an la paz y los villancicos al reino. Sin embargo, el rey no cejará en su empeño por recuperar su antigua condición y ser considerado no sólo superior a todos sus vasallos, sino incluso extraño a ellos, de otra í­ndole o naturaleza, y que merece por tanto un respeto, poder y lealtad casi sagrados. Y en su ayuda acudirá la Iglesia, con el recuerdo del traditor por antonomasia, el arquetipo del traidor por los siglos de los siglos en la tradición de la cultura occidental: Judas Iscariote. Unus vestrum me traditurus est, “uno de vosotros me ha de entregar”, escuchaban los oí­dos del pueblo año tras año durante la Pascua, en la conmemoración de la Ultima Cena. En las continuas misas y procesiones, los clérigos no dejaban de hablar de traditor y traditio para designar el supremo crimen de un hombre contra otro: Judas, a quien se le habí­a entregado el máximo honor y confianza, entregaba al martirio a quien debí­a proteger y servir; era un rebelde ante su maestro y señor, de igual modo que Lucifer ante Dios; y cual ángel caí­do, sufrió una muerte infame y pecaminosa que le hizo más acreedor si cabe de la condenación eterna, donde todo será llanto y rechinar de dientes. De este modo, gracias a Judas el acto de entregar a alguien adquiere terribles matices de significado: se quiebra la necesaria confianza entre los hombres, la ví­ctima queda reducida a simple mercancí­a que se compra y vende a cambio de una recompensa, tienen lugar consecuencias tan fatales como matar al mismo Dios, y se hace por tanto indispensable infligir un castigo ejemplar al criminal. Al mismo tiempo, con el nacimiento de los romances y los cantares de gesta, los términos traición y traidor se extienden entre el pueblo en boca de los juglares: la Canción de Roldán, el Poema de Mí­o Cid y semejantes se llenan de comparaciones entre Judas y los vasallos desleales. Al igual que Judas, los vasallos son depositarios de la máxima confianza de su señor, y están ligados a él por fuertes lazos de lealtad, basados en el linaje, parentesco matrimonial, o el juramento de vasallaje; y al igual que aquél, le acaban entregando a sus enemigos a cambio de cargos, prebendas, castillos o tierras. La rebelión deja de ser considerada una pendencia de borrachos, molesta pero efí­mera, y no sólo se convierte en un atentado intolerable contra la paz y seguridad del reino, sino incluso en un acto de soberbia contra el orden social establecido por Dios; y tal como hizo éste frente a Judas y Lucifer, ya no caben el perdón ni las componendas, sino la completa aniquilación de la traición y de la persona del traidor.

Por su parte, sus propios súbditos equiparan a Judas con el mismí­simo rey, cuando éste actúa de manera desleal y egoí­sta y, en vez de velar por el bien común y la paz del reino, impone su voluntad arbitrariamente sobre los derechos de sus vasallos, a quienes despoja de sus feudos, roba sus mujeres y caza sus venados. A partir de aquí­, cualquier falta de fidelidad entre los hombres, aun una burla o una mentira ridí­cula que no merezca un cantar de gesta ni un simple sermón dominical, merecerá sin embargo su propia similitud con Judas. Y así­ es como el término traditio, gracias a haber sido el escogido en la Vulgata, la traducción de la Biblia al latí­n que hablaba el vulgo, se impone en las lenguas vulgares nacidas del latí­n, en las que suplanta y borra a los términos clásicos y prestigiosos: proditio, perduellio y lesa majestad. No obstante, esta última sobrevivirá como sinónimo de la alta traición, la traición suprema y definitiva, dirigida contra el paí­s y su soberano, en contraposición a la pequeña traición, que antes de ser abolida por la corrección polí­tica consistí­a en matar simplemente al soberano del hogar, fuese el amo o el marido. La /d/ intervocálica se pierde en las lenguas romances occidentales, y el verbo tradere deriva a trair en francés (con la ortografí­a moderna trahir), catalán y portugués, mientras que en castellano antiguo se convierte en traer. A mediados del Medievo, traer las manos significaba “entregar las manos”, es decir, “entregarse, rendirse”, pero pueden imaginar la confusión que se armarí­a con el verbo homónimo traer, derivado de trahere “trasladar”. En la cruenta batalla que siguió, el traer que les entregó tradere acabó traicionado por sus hablantes, y desapareció de la lengua en favor del traer que trajo trahere; lamentable pérdida que nos privó del juego de palabras “el traedor es un traidor”, al estilo del conocido dicho italiano traduttore, traditore, “el traductor es un traidor”. Y a falta de verbo que expresara el acto de la traición, se recurrió a dicho sustantivo para crear la locución hacer traición, que posteriormente evolucionó a la más culta cometer traición. Durante muchos siglos no hubo verbo simple, hasta que en el siglo XIX nace el neologismo traicionar: es seguro que al principio sonó tan artificial y antigramatical como particionar o recepcionar, pero durante el siglo XX el vulgo se entregó de lleno al nuevo verbo, y abandonó a sus predecesores en el baúl de los términos rebuscados y pedantes.

Como ustedes son muy listos, a estas alturas ya se habrán percatado de que, de la misma traditio en la que anidó la traición, nació también la tradición. Ya hemos dicho que esta palabra aún subsiste para definir la entrega de una cosa a manos del nuevo propietario, sea mediante la venta, regalo, o el legado de un testamento. Y aparte del ajuar doméstico, los muebles apolillados, las deudas e hipotecas, los prados ahora cubiertos de asfalto y hollí­n, ¿qué mejor cosa podí­a legar un hombre a sus descendientes, sino la explicación de por qué la luna y el sol tienen el mismo tamaño aparente, la forma apropiada de eructar en la mesa, o cómo bailar la danza en la que cortejó a la mujer con la que le habí­an comprometido sus padres? Ya en la época romana, el término traditio tení­a bien asentada la acepción de patrimonio inmaterial que una generación entregaba a la siguiente. Desde los tiempos cavernarios, los mayores reuní­an a su familia alrededor del fuego, y aparte de anécdotas propias en cacerí­as y peleas, les narraban con certeza y rotundidad histórica hechos de un pasado nebuloso, cuentos en los que Blancanieves bajaba envuelta en llamas de los cielos, y tras ser violada por su padre y matar a sus hermanos, engendraba al bisabuelo que convirtió en ciudad un yermo infestado de alimañas y cañaverales. La tradición pasaba de boca en boca a base de recuerdos y leyendas, con lo que llegó a significar también “relato”; pero si bien serví­a para amenizar las largas veladas en compañí­a de los mismos rostros y voces, su propósito fundamental era la educación. Aunque los padres desean que sus hijos disfruten de una vida mejor que la que ellos tuvieron, también desean que vivan de la misma manera que ellos, con su misma escala de valores, ya que es la única que conocieron y por tanto la mejor posible. De modo que el hogar serví­a también de escuela y templo, donde a través de las historias y los rituales se enseñaban las creencias y costumbres de la comunidad. El término traditio se convierte entonces en sinónimo de entrega de conocimientos, con intención didáctica pero sobre todo moral, a fin de adoctrinar a los discí­pulos en el camino correcto: tradere virtutem hominibus, "entregar (es decir, enseñar) a los hombres la virtud", proclama Cicerón. Las tradiciones, incluso las más nimias y aparentemente inocuas, se constituyen por lo tanto en fuente de las normas de comportamiento de los miembros de la sociedad, tanto entre ellos como con respecto a sus gobernantes y los mismos dioses. Sin embargo, la propia tradición no tiene un por qué, una justificación más allá de su propia existencia a lo largo de siglos o milenios, así­ que se erige en axioma incuestionable por sí­ misma. De modo que no está al cuidado de doctores y expertos que expliquen su fundamento lógico y racional, sino de sabios y hechiceros capaces de interpretar la verdad que se esconde tras los sí­mbolos y ritos que el pueblo repite de manera inconsciente. Los custodios de la tradición no saben ni desean explicar la razón de que sea perjudicial limpiarse el culo con la mano derecha, pero saben con certeza que es un sacrilegio que vuelve impuro al infractor y a sus vecinos, y para evitar el castigo de los dioses promueven el castigo de los hombres. La tradición se convierte entonces en instrumento de control por parte de reyes y sacerdotes, que ven así­ legitimados tanto su posición como el orden social en el que se asienta su poder: atentar contra sus leyes y personas supone traicionar la tradición, no sólo es un crimen sino incluso un pecado, que debe expiarse con todo rigor. A pesar de todo, ¡ay!, las tradiciones que se entregan a la generación venidera, con la esperanza de que ésta haga lo propio con la que le suceda, y los hábitos se perpetúen por los siglos de los siglos, acaban pervertidas en manos de sus depositarios. El mundo que dejamos a nuestros hijos no es el que ellos quieren, nuestros usos y costumbres les producen hastí­o y sonrojo, los vestidos huelen a rancio y los bailes sólo emparejan a los viejos, las leyendas avergí¼enzan a los niños de pecho, las ceremonias retumban en el vací­o inane, y los dioses ya no asustan ni reciben sacrificios. Se rebelan ante nuestros ideales y traicionan nuestra memoria con orgullo; no quieren conservar tradiciones caducas sino progresar hacia un futuro desconocido pero propio. Al final, el único patrimonio que transmitimos incólume a nuestros vástagos lo conforman los mismos reproches que escuchamos a su vez de nuestros padres: no sé dónde vamos a parar, ya no hay respeto por nada, esta juventud no tiene remedio, en mis tiempos habí­a más educación, ahora todo es orgí­a y desenfreno, vamos cada vez a peor, hambre y guerra es lo que harí­a falta... o tempora, o mores, “qué tiempos, qué costumbres”, se lamentaba con más estilo el í­nclito Cicerón. Las tradiciones que con tanto celo protegí­amos para entregárselas, privadas de toda vitalidad y significado, acaban comercializadas como souvenirs y espectáculos para turistas. Y sin embargo, los rituales, la repetición automática de actos, nos salvan del insoportable vértigo de la libertad, de la obligación de tomar decisiones a cada momento, con el temor de que resulten perjudiciales o peligrosas; y cuando no existen tradiciones sociales, la ansiedad nos impulsa a crear las nuestras, en forma de maní­as como la limpieza obsesiva del cuerpo o mascar chicle durante el coito, o de adicción al trabajo, al chocolate con vodka o a los culebrones de televisión.

Como hemos dicho al principio del artí­culo, traditio pasó al español como traición, que si dejó difuminado el concepto original de entrega, perdió por completo la acepción de entrega de conocimientos y creencias. De modo que durante el Renacimiento se recuperó el cultismo tradición, y a partir de éste una serie de derivados que el latí­n sólo conoció en las encí­clicas modernas: es el caso de tradicional, traducción literal de un inexistente traditionalis. Pero en el camino, el verbo correspondiente, que como sabemos deberí­a haber sido tradere > traer, llevaba siglos muerto y enterrado, una calamidad que nos privó de juegos de palabras con triple significado, y nos obligó a buscar otro verbo que le sustituyera. Y puesto que el neologismo tradicionar se le antojó al vulgo poseí­do de una afectación grotesca que al parecer no encontraba en traicionar, hubo que echar mano de sinónimos de diferente etimologí­a. El más empleado es transmitir, del cual les hablaré con detalle en otra ocasión, pero que significa “enviar de un lado a otro”, un concepto muy semejante al “dar de mano en mano” del primitivo tradere. Y así­ es como el verbo traer, momificado, nos ha entregado póstumamente su significado bajo la carne de otro verbo bienhechor, y puede dormir con una sonrisa en el paí­s de los chistes perdidos.

En resumen, hemos visto cómo el concepto original de “entregar” de la primitiva traditio se perdió a causa de la traición, y se diluyó a medida que se transmití­a la tradición. Sin embargo, no nos entreguemos a la pena y la añoranza, ya que ha sobrevivido en un neologismo de cuyo significado pocos se percatan: extradición. Mucha gente sigue pensando que esta palabra se descompone en extra-dición, que significarí­a algo parecido a “decir fuera”, o sea, “decir en el exterior del paí­s”: se supone que serí­a un modo resumido de indicar “dictar sentencia para echar a alguien fuera del paí­s”, tal vez por influjo de otro término jurí­dico, jurisdicción. Y a causa de ésta y de palabras semejantes, como contradicción, escriben erróneamente extradicción. En realidad, esta palabra se compone de la preposición ex “fuera” y de tradición, ahora con el sentido pleno y genuino de “entregar”, con lo que el correcto significado de ex-tradición es “entregar a alguien fuera del paí­s”: se distingue del exilio o destierro en que no se le echa sin más de las fronteras para que perezca en el mar o en el desierto, y de la deportación en que no se limita a confinarlo en el punto más remoto de Siberia. Traicionando tan veteranas y conspicuas tradiciones, estos tiempos legalistas exigen un trato más justo incluso para un criminal de lesa majestad, de manera se le pone directamente en manos del paí­s extranjero que lo reclama para juzgarlo, un lento y fastidioso trámite antes de condenarlo. Si extradicion fuese un término latino, posiblemente ahora los humoristas y presentadores de late-shows disfrutarí­an de la extraición y de las polisemias graciosillas del verbo extraer, pero para su desgracia se acuñó durante el siglo XIX mediante el francés extradition. Con esa misma forma pasó al inglés, que incluso le añadió una nueva acepción en psicologí­a: proceso mental por el cual traslada una sensación a un punto situado a cierta distancia del centro de la sensación; es decir, cuando la mente siente que le duele en otra parte. Como los anglosajones no tienen nuestros reparos gramaticales a la hora de idear derivados, hicieron con extradition lo que rehusaron con tradition: crear por regresión el verbo extradite. Un término que adaptamos al español como extraditar, ya que al parecer nuestros oí­dos hallaron en él una belleza y precisión que no mereció extradicionar, ni mucho menos extraicionar.

Misterios del lenguaje que dejo a su consideración, con la esperanza de que hayan pasado un rato ameno e instructivo. No me traicionen y permanezcan atentos a que yo corresponda a su fidelidad con un nuevo artí­culo, que como manda la tradición, tardará un tiempo.

belzebu

Tolerancia

El uso y abuso de las palabras en boca y manos de sus hablantes produce resultados curiosos. Cuando, en la próxima glaciación, abordemos aquí­ el empleo de los eufemismos, podremos observar cómo algunos significados malditos contagian sin remedio su podredumbre a las palabras obligadas a llevarlos a cuestas, de modo que éstas deben ser reemplazadas por otras ví­rgenes e incólumes, que no tardarán en corromperse en cuanto el ciclo se repita. Sin embargo, en ocasiones ocurre el proceso contrario: hay significados que encontramos tan admirables y maravillosos, capaces de trasladarnos a un mundo mágico, armónico y caleidoscópico, que nos desgarra el ansia de encontrar una palabra a la que adjudicárselos. Y si bien dichas palabras ya existen, están ausentes del habla común o carecen de fuerza expresiva a nuestros oí­dos, de manera que nos aferramos al término que algún gurú de la modernidad imponga como moda, y le embutimos esas connotaciones adorables de las que carecí­a. No obstante, como esa palabra no ha perdido su significado original, acaba por estallar una agria contienda entre los puristas que exigen mantenerlo y desprecian el nuevo como incorrecto, y los innovadores que le asignaron este último e incluso sostienen que es el que tuvo desde siempre. Uno de los ejemplos más habituales de esta época tan preocupada por los derechos humanos es la omnipresente tolerancia, que empleamos hasta la náusea con el sentido que en cada momento se nos antoja apropiado. A despecho de lo que realmente significa esta palabra, y que pueden entrever en los prospectos de los antibióticos, se la ha adornado de las más excelsas virtudes, hasta el punto de que el diccionario ha acabado por aprobarlas y sancionarlas. En cada ensayo filosófico, columna periodí­stica o redacción escolar, la tolerancia avanza un paso hacia la fusión con el respeto a los demás, aceptación de las diferencias, integración de los recién llegados, generosidad con las costumbres ajenas, filantropí­a de comedor social, y la comunión de las almas en la fraternidad universal. La pregunta pertinente no es si esta confusión va a continuar, que mucho nos tememos que es irreversible, a la espera de que por alguna nueva moda la tolerancia pierda sus edulcorantes añadidos, se vuelva repulsiva y recupere su significado original, o incluso adquiera uno peor. Difí­cil de predecir es: siempre en movimiento está el lenguaje. El quid de la cuestión radica en aclarar hasta dónde debe seguir la confusión: ¿tolerar es sinónimo de ignorar, que cada cual se atrinchere en su casa y viva ajeno al ajeno a su cultura, o equivale a integrarse con los demás, invitarles a tomar café en tu casa y acudir a la hora del té a la suya? ¿Se respeta a los vecinos prohibiendo cualquier manifestación cultural y religiosa para no ofender a quien no las comparte, o deben todas las partes tolerar las costumbres de los demás? A la par de la glorificación de la tolerancia, la intolerancia se ha teñido de colores odiosos y convertido en sinónimo de fanatismo totalitario y violento, hasta el punto de que no la empleamos ni siquiera al mencionar lo que nos parece aborrecible, sea la explotación sexual, las agresiones a los árbitros o fumar en los restaurantes. Para ello se ha creado a partir de la palabra agraciada un eufemismo tan preciso y precioso, ejemplo sublime de negación positiva, que recurriremos a él para formular la pregunta clave: ¿cuál es el lí­mite de la tolerancia, y cuándo se convierte en renuncia a lo más propio, e incluso en sumisión ante la tolerancia cero ajena? Veamos si la etimologí­a nos ayuda a resolver el problema.

La palabra tolerancia procede del latí­n tolerantia, que entre los romanos tení­a un significado muy sencillo: aguante. La tolerancia, la virtud del tolerante, era la capacidad de soportar los fastidios y penalidades de la vida sin dejarse aplastar por ellos, pero al mismo tiempo sin aprobarlos. La tolerancia originaria equivalí­a a aceptación en el sentido de reconocer que las desgracias y molestias existen, y que es imposible evitarlas y estúpido ignorarlas, pero no que debí­an existir, salvo en cuanto sirvieran para fortalecer la tenacidad del tolerante. Se asimila por tanto a la constancia, en la medida en que supone perseverar en la adversidad, encajar los golpes del destino y seguir adelante sin desmayo. Es señal de energí­a y fortaleza de espí­ritu, y por ello era muy apreciada por la viril mentalidad de la Roma clásica, que ni en las situaciones más angustiosas se daba definitivamente por rendida, y con firme determinación se preparaba a conciencia para una nueva oportunidad, cuyo éxito dejaba incluso a cargo de la siguiente generación. Un buen ejemplo de hombre tolerante era el legionario romano: cuantos más azotes recibí­a con la vara de sarmiento de su centurión, cuantas más millas caminaba con su pesado equipo a cuestas, cuantos más fosos cavaba al atardecer antes de levantar la empalizada y montar el campamento, cuantas más veces se entrenaba en repetir las maniobras y acuchillar al enemigo, con más dureza se curtí­a su cuerpo y mejor se adiestraba su mente para la matanza que seguí­a al combate. Dice Kofi Annan que “la tolerancia es una virtud que hace la paz posible”. Los romanos estaban plenamente de acuerdo, pero en el mismo sentido que si vis pacem, para bellum: si quieres la paz, prepara la guerra.

La tolerancia se remonta a la raí­z indoeuropea tel- o tela-, cuyo primitivo significado parece haber sido “llevar o portar algo”, fuera un venado recién cazado, un cesto repleto de bayas y semillas, o el ajuar doméstico en las migraciones. Sin embargo, nuestra raí­z pronto se encontró con que debí­a competir con otras de idéntico significado, como las que engendraron los verbos portare (de donde transportar, ”que lleva de un lado a otro”), ferre (como en somní­fero, “que lleva el sueño”) y gerere (origen de beligerante, “que lleva la guerra”). De manera que, aceptando que no podrí­a sobrevivir contra tantos enemigos, tel- descuidó el hecho de llevar algo de un lugar a otro, y atendió al propio hecho de llevarlo a cuestas, con lo que pasó a significar “llevar un peso encima”. De esta manera llegamos al latí­n arcaico, en el cual la raí­z ha cambiado a tol-, y tras haber dado muestras de su tolerancia decide poner a prueba la de sus nuevos vecinos. Aunque no hay ningún rastro de su existencia, la reconstrucción lingí¼í­stica supone que, puesto que dicha raí­z hace referencia al peso, se habrí­a acercado a otra palabra que designaba la carga o peso que se lleva encima, onus, oneris, y por imitación se habrí­a creado un supuesto tolus, toleris con el mismo significado. La paz se impone gracias a la tolerancia, entendida como que uno cede sus derechos y el otro mantiene intactos los suyos, y a partir de este punto los conceptos se habrí­an bifurcado: onus se concentra en el objeto que pesa, y crea el verbo onerare “pesar”, del cual deriva el adjetivo oneroso “pesado, gravoso”; por su parte, tolus se mantiene fiel a su raí­z y se fija en el sujeto que lleva el objeto que pesa, con lo que dará lugar a tolerare “llevar un peso encima”. Parece que nuestro flamante verbo ha encontrado su lugar en el diccionario donde vivir solitario y feliz, pero sus viejos amigos siguen empeñados en integrarse con él. Los verbos portare y ferre mantienen intacto su significado de “llevar o portar una cosa”, pero subrepticiamente recurren a la preposición sub “debajo” para dirigir su atención al portador de esa cosa, y crear derivados que significan así­mismo “llevar un peso encima”: es el caso de sub portare > supportare > soportar, y de sub ferre > sufferre > sufferire > suffrire > sofrir > sufrir. Una vez más, tolerare decidió no incomodar a sus sinónimos en aras de la paz y la armoní­a, y les dejó el campo libre: el sentido fí­sico de llevar el peso de un objeto se va haciendo cada vez más raro, y en la época clásica tolerar se aplica de manera casi exclusiva al aspecto moral de llevar el peso de apuros y disgustos inmateriales. Sin embargo, ¡ay!, la resignación se suele tomar por sí­ntoma de debilidad, la continua generosidad sin exigir un trato recí­proco acaba causando la completa ruina, el que siempre ofrece su mano termina con el brazo arrancado, y la amenaza de la tolerancia cero ajena resurge en cuanto uno muestra tolerancia absoluta. Tanto soportar como sufrir vuelven a invadir el espacio léxico de tolerar, y migran al sentido espiritual del peso que causa fatigas y dolores al alma. Y es entonces cuando tolerar deja por fin de tolerar que le afrenten de esa manera y adquiere su pleno sentido clásico: se aparta de sus sinónimos una vez más, y vuelve a cambiar de significado, pero en esta ocasión a “resistir, aguantar, permanecer”. Y lo primero que hace es dirigir esta acepción contra sus rivales, que aunque vuelven a arrimarse a él, se encuentran esta vez con que tolerar ya no retrocede, sino que permanecerá inamovible en su posición durante mucho tiempo. Llegará un momento en que todos ellos se resignen a la mutua vecindad, e incluso a una fusión por la cual compartirán espacio en la misma entrada del diccionario: si buscan el significado de cualquiera de estos verbos, entrarán en un bucle en el que cada uno de ellos remite a su vez a los otros. No obstante, como es sabido la constancia acabará premiando a tolerar, que en el futuro se pintará con los alegres colores de la permisividad, la condescendencia y el respeto. Por su parte, soportar compaginará con calculada ambigí¼edad el sentido aséptico de sostener un peso, y los viejos tintes peyorativos de aguantar el pesado peso; e incluso, las fuerzas que se precisan para llevar el peso a cuestas le darán el valor positivo de “dar fuerza, ayudar” por influjo del anglicismo support, tal como podemos ver en la terminologí­a informática de “soporte de aplicaciones”, o con los hooligans o supporters que dan fuerzas y ánimos a su equipo, e insultos y botellazos al contrario. Peor suerte correrá sufrir, que en el habla común se hará sinónimo de “soportar un daño fí­sico o moral”, con lo que va a degenerar en “padecer un dolor”; y eso se manifestará incluso cuando se pretende el sentido cientí­fico y objetivo de “atravesar un proceso”, cual bebé por el canal del parto: sufrir un cambio siempre parece ser algo traumático, aunque al final resulte indoloro e incluso satisfactorio.

La tolerancia latina no es permisiva ni respetuosa, sino militante contra lo que está obligada a llevar sobre los hombros: planta con firmeza los pies en el suelo y resiste impertérrita el embate de sus oponentes, dispuesta a permanecer en su posición sin ceder un palmo de terreno. De hecho, este sentido militar abundará en los textos clásicos, pero escorado hacia el aspecto auxiliar de la intendencia y la logí­stica, que comprende las vituallas y suministros del ejército. A fin de poder sostener la posición en el combate, lo primero que debe hacer el legionario es sostener su propio cuerpo, así­ que desde muy temprano el verbo tolerar se aplica a las necesidades básicas del sustento. Tolerare famem, tolerar el hambre, dice Julio César, no como sinónimo de aguantar las ganas de comer, sino de calmarlas y satisfacerlas: es decir, alimentarse. A partir de aquí­, tolerar equivale a mantener en sentido amplio a los soldados, a quienes no sólo hay que alimentar, sino también pertrechar de armas, suministrar material, y por supuesto pagar una soldada. Sin embargo, el éxito del legionario romano al enfrentarse a sus enemigos no radica sólo en mantener una buena posición defensiva, mientras aguanta los puyazos de cientos de lanzas y espadas, sino en pasar a continuación al ataque con expertas maniobras. Y así­ como tolerar el hambre significa propiamente eliminarlo, el romano tolerante pasa de soportar lo que le disgusta a combatirlo con fiereza. Es el caso de una expresión habitual, tolerare vitam, soportar la vida, que para los pragmáticos romanos no implica resignarse a sufrir en un valle de lágrimas, aplastado bajo el tedio de la existencia, sino todo lo contrario: ganarse la vida, hacer frente a sus pesares y miserias, con los brazos o los puños si es preciso, empujado por la rabia o el mero instinto de supervivencia.

Tras esta etapa belicista, nuestro querido verbo no tardará en aburguesarse y adoptar una resistencia pasiva: como no puede exterminar lo que se le hace insoportable, decide habituarse a su compañí­a. Su nueva dirección se empieza a vislumbrar en el momento en que abandona la jerga de los austeros militares por el pico de oro de los filósofos, acomodados en sus triclinios mientras elucubran vaguedades durante un opí­paro banquete. Y los más conspicuos serán los pensadores estoicos, como Séneca, en cuya pluma la toleratio > toleración, la acción de tolerar, empieza a adquirir un toque fatalista de resignación, que es lo mismo que rendición, ante lo inevitable. De este modo, cuando postulan la necesidad de tolerar la pobreza o la esclavitud, no llaman a las armas o a los decretos legales para combatirla, sino que, siendo imposible que desaparezca, la única solución es aguantar con el semblante impávido y el ánimo sereno, con la única esperanza de que se suavicen sus efectos. Es tiempo después el Cristianismo, a través de la Vulgata, la traducción de la Biblia al latí­n del populacho, el que asuma esta acepción, y haga deslizar el aguante por la senda del sufrimiento. Llevar sobre los hombros lo que nos produce dolor, como Cristo llevó la cruz, lleva la dicha al alma en espera de la resurrección que éste gozó y nos prometió. La corona de espinas no sólo fortalece cuerpo y espí­ritu como el sarmiento a un legionario, sino que es la llave que abre el penoso camino hacia la salvación. Todo cuanto padecemos es bueno puesto que lo ha querido Dios y nos sometemos a su voluntad. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el Señor. Bienaventurados los que sufren, es decir, los tolerantes, porque de ellos será el Reino de los Cielos. Dios compensará su entereza ante el dolor: si no en esta vida, sin duda cobrarán con intereses en la otra. Y así­ es como la vieja tolerancia se irá asimilando a la patientia > paciencia: la virtud de la Pasión, de padecer con calma y en silencio, sostenida por la esperanza en que la deuda se pague, los males se curen y la justicia se cumpla.

Un ejemplo de lo que nos produce dolor, aunque no quede claro en qué medida conducirá a la salvación de nuestra alma, es la prostitución, materia en la cual vemos el futuro rumbo de la tolerancia. La lujuria, el sexto pecado en orden de importancia para el Decálogo de la Iglesia, ha tendido sin embargo a convertirse desde siempre en lo primero de que hablan sus sermones. Por más que les exhorten a dominar los apetitos carnales para fortalecer su cuerpo y adecentarlo como templo del Espí­ritu Santo, los dí­scolos fieles no se muestran dispuestos a aguantar tan indecible sufrimiento, ni aun bajo la amenaza de peores tormentos en la ultratumba. Siendo imposible borrar la concupiscencia, hay que encauzarla de manera realista, y la primera medida la propone San Pablo: en vez de arder, en la cama y en el infierno, casaos. Siglos después, San Agustí­n adopta una postura más progresista y pragmática: en vez de arder, iros de putas. Ante todo, el de Hipona deja claro que la prostitución es fuente de pecado, contra la que nunca son suficientes las condenas y anatemas, y que se deberí­a erradicar de esta sociedad enferma que el Cristianismo ha venido a redimir. Ahora bien, a la hora de llevar la teologí­a a la práctica, nuestro santo advierte a la Iglesia de los peligros de que desaparezcan las prostitutas, bien mediante la prohibición o por exceso de celo en los sermones. Si los hombres no se pueden aliviar con ellas, no buscarán consuelo en el templo ni se mortificarán con cilicios; en  su lugar, tendrán amantes, se masturbarán en público, violarán a sus vecinas, harán uso del matrimonio con fines recreativos y no procreativos, y extenderán la impudicia fuera de los cotos cerrados y marginales de los burdeles. Lo que algunos tomarí­an por cinismo o hipocresí­a no es sino una sutil penetración en los oscuros recovecos del alma humana. Las prostitutas son un mal, pero la lujuria es el Mal, que librada a su antojo podrí­a desatar pasiones más destructivas como la violencia o el odio. El único remedio es taparse la nariz y simular que las putas no existen, y por tanto no son ilegales ni se las puede perseguir, ni mencionarlas salvo como mitos que al parecer se hallan a mil kilómetros de distancia, fuera de la vista y el alcance de las personas decentes. Así­ es como la tolerancia entra en relación con el concepto del mal menor, y se convierte en la virtud de soportar el mal necesario para evitar males mayores: entre lo malo y lo peor, es preciso elegir lo malo. Del mal, tomar lo menos, dice el sabio, lo que alegará siglos después el Arcipreste de Hita para preferir las mujeres pequeñas a las grandes; nosotros, más pusilánimes, lo usamos a diario en la sí­ntesis “menos mal”, que expresa nuestro alivio no porque haya ocurrido el menor de los males, sino especialmente cuando no ha ocurrido ningún mal. A dí­a de hoy, siguen existiendo en las ciudades, aun de manera oficial y sometidas a impuestos y reglamentos, Zonas de Tolerancia como eufemismo de Barrio Rojo, donde la prostitución está permitida, controlada y, sobre todo, confinada.

Llegados a este punto, el tolerante muestra una actitud ambivalente que raya en la esquizofrenia. Por un lado, renuncia a la lucha y se rinde ante algo que, o bien no puede vencer, o bien obtendrí­a una victoria pí­rrica, por cuanto las posibles ganancias no compensan los enormes sacrificios causados ni los daños  futuros. Por otro lado, al tiempo que se siente inferior ante lo invencible, se considera superior a ello, y se arroga la facultad de disponer de su destino. Se encuentra ante algo que quizá debiera prohibir, que desea prohibir, que lo más justo y coherente serí­a prohibir; pero aun así­ lo permite para evitar problemas más graves, o porque hoy ha gozado de un plácido sueño y un húmedo despertar, tal que su noble corazón rebosa generosidad; pero dejando claro que quizá al dí­a siguiente ya no se muestre tan magnánimo, o que estime más prudente eliminar lo que ayer convení­a autorizar. La tolerancia pasa a ser una virtud del poderoso, que deja vivir el mal con el consuelo de que podrí­a matarlo cuando quisiera. Por encima de todo, es una facultad del Todopoderoso, quien deja actuar al demonio en aras de un bien superior - que el hombre se gane la salvación con el sudor de su alma - o para evitar males mayores, como serí­a la supresión del libre albedrí­o y la reducción del hombre a mero animal instintivo. Y en el escalón inferior, en unos tiempos en los que el Trono y la Cruz gobiernan en comunión aunque se disputen la primací­a, el mal religioso y moral se diluye fácilmente en el mal polí­tico y social. Santo Tomás de Aquino advierte al rey cristiano, que pretende legislar según los preceptos de la Iglesia, de que no sólo está legitimado para permitir en ciertos casos la transgresión de esos mismos preceptos: tiene la obligación moral de hacerlo, so pena de reprobación por querer ser demasiado cristiano. A los zelotes los vomitará Dios.

A la vista de tan profundas disquisiciones teológicas, no es extraño que el verbo tolerar, refugiado en el latí­n de los eclesiásticos, se hubiese perdido en el habla común, razón por la cual no evoluciona hacia toldrar. Fosilizado en tan cultos ambientes, el término se abrirá por fin al público cuando la interferencia entre religión y polí­tica estalle de manera sangrienta. Durante el Medievo, se soportaban las transgresiones contra los Mandamientos siempre que se reconociera la validez y autoridad de éstos, y que habí­a que cumplirlos aunque resultara una labor insufrible; cuando se colmaba la paciencia de los fieles, y desafiaban los preceptos con ánimo de suplantarlos por otros, la heterodoxia y la herejí­a eran aplastadas sin misericordia. Ahora bien, con la Reforma protestante los reyes europeos se encontraron dentro de sus fronteras con una herejí­a tan firme y extensa que no pudieron exterminarla tras décadas de degollinas y guerras sin cuartel. Los ciudadanos heterodoxos no sólo resistí­an con igual fiereza, sino que estaban apoyados por paí­ses vecinos de su misma religión, con lo cual la guerra civil devení­a en internacional, y los estragos eran más profundos y duraderos. Ante el riesgo de ruina definitiva del paí­s, muchos soberanos hubieron de claudicar: cada cual tení­a libertad para decidir la religión oficial de su estado, la única eterna y verdadera, pero con gran repugnancia y sentimiento de culpa toleraba, es decir, permití­a el culto de las demás confesiones cristianas, en aras de la convivencia y la paz. El término tolerancia pasa a definir el permiso o licencia que concede a disgusto la autoridad para quebrantar sus propias normas; ojalá no existieran las chinches, las putas ni los cismáticos, pero siendo imposible eliminar su infección, sólo nos resta aceptar su presencia.

Así­ pues, se establece una relación de desigualdad entre el tolerante, que puede conceder o retirar el permiso a voluntad, y el tolerado, que simplemente aspira a que se lo concedan y lo mantengan. Por supuesto, como el tolerante no está convencido de la bondad, sino de la utilidad, del permiso, acostumbra a retirarlo en la práctica y aun de modo oficial. El tolerado se halla a merced de los caprichos del tolerante; y ante el continuo temor a verse discriminado o exiliado, exigirá que su libertad religiosa no dependa nunca más de un permiso. Más aún: el que piensa diferente no está cometiendo ningún mal que el gobernante perdona cuando le conviene; al contrario, es un derecho que le pertenece, y que hay que respetar. Un cambio de perspectiva que tiene lugar durante la Ilustración y el liberalismo, con su obsesión con los Derechos del Hombre. El término tolerancia se traslada al centro del debate, como el remedio milagroso para alcanzar la paz y estabilidad, y erradicar la injusticia. No obstante, el camino no estará exento de las dudas y contradicciones que aún hoy se mantienen sobre los lí­mites de lo que se puede y debe tolerar. Es el caso de Locke y su Carta sobre la tolerancia, donde al tiempo que postula que el Estado no se inmiscuya en la religión de sus súbditos, defiende la represión contra católicos y ateos por considerarlos enemigos de ese mismo Estado. El mismo Voltaire, a quien se atribuye falsamente el lema por antonomasia de la tolerancia (“No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero lucharé hasta la muerte por su derecho a decirlo”), clama en su Tratado sobre la tolerancia por la libertad y respeto absoluto de todas las creencias y personas; a excepción de los fanáticos, ya que siembran la discordia y el odio en la sociedad. No se puede tolerar a los intolerantes, sin importar que tal actitud nos debiera incluir en el bando de los proscritos.

Y ya conocen el resto de la historia. La libertad religiosa acabó por adquirir fuerza de ley durante la Revolución Francesa y las constituciones surgidas a su vera; y ello dio alas para exigir la libertad de pensar y opinar sobre cualquier aspecto de la vida privada o pública, fuese el nudismo, los besos en el parque, la educación de nuestros hijos o el régimen polí­tico; y cómo no, la sempiterna prostitución. La palabra tolerancia ha triunfado como sí­mbolo de libertad, e incluso de igualdad, que nos permitirá alcanzar la fraternidad: todos tenemos el derecho a ser tolerados, y la obligación de tolerar a todo el mundo. En la práctica, al tiempo que no toleramos que nadie se arrogue el derecho a permitir o negar nuestros derechos, nos reservamos dicho derecho con respecto a los demás. A las conductas que juzgamos perjudiciales, respondemos con tolerancia cero; a las que juzgamos intolerantes, respondemos con doble cero. A pesar de los miles de ensayos que tratan de delimitar de modo objetivo la tolerancia, en última instancia la frontera la fija nuestro modo de ver el mundo, como los reyes y dioses absolutos de los que tanto abominamos. Gran parte de la culpa proviene de un término cuyas diversas acepciones mezclamos a nuestro antojo: unas veces, la tolerancia clama al respeto debido; otras, al permiso que concede nuestra autoridad moral. Y siempre en el fondo de sus contradicciones late su oscura genealogí­a, soportar con fastidio y resignación lo que aborrecemos, y que tiñe nuestro pensamiento por más que tratemos de olvidarla. Menos mal que siempre nos la recuerdan los sociólogos que recalcan que la debilucha juventud actual no tolera el fracaso, o los médicos que advierten en nuestro historial que mostramos intolerancia a la aspirina.

En fin, mucha palabrerí­a, y seguimos sin resolver hasta dónde debemos tolerar, ni si está en nuestras manos tolerar, ni siquiera si es adecuado emplear el término tolerar. Aquí­ somos un tanto legitimistas, y nos gusta conservar la etimologí­a, es decir, el verdadero significado de las palabras. Por otro lado, nuestro objetivo es analizar cómo han evolucionado a lo largo del tiempo; y resulta un tanto absurdo maravillarse por cambios ocurridos hace diez siglos, y escandalizarse por los que ocurrieron hace diez años. De modo que habrá que resignarse a que la vieja y combativa tolerancia se deslice hacia el respeto, la aprobación y el amor incondicional. Lamento haber puesto a prueba su tolerancia a mi ausencia durante varios meses, pero confí­o en que hayan aprendido a aceptar serenamente su dolor y soledad. Les pido así­mismo que toleren que no les garantice que no volverá a ocurrir; o también pueden reconocerme ese derecho, ya puestos.

Dan

Creo que le concedes demasiadas alas. Existe el nivel de tolerancia, que implica una gradación e incluso un lí­mite.

belzebu

¿Y quién establece el nivel máximo que se puede soportar? En el Photoshop, es su programador y el usuario; ¿y en el patio de vecinos?

Dan

En aplicación práctica, allá cada cual y depende del momento. No es algo universal, el talante no existe.

belzebu

O sea, que me estás dando la razón. ¿Qué protestas entonces, condenado?

Dan

Puntualizo, puntualizo. No me seas intolerante.

belzebu

¿Me pides que lo soporte, que lo permita o que lo reconozca?

Dan

Que lo soportes. La endura es importante, no sólo para los romanos.

Kamarasa GregorioSamsa

Espectacular viajecito, bocanegra. Enhorabuena.

¿Puedo "malversar ese fondo público"?

belzebu

Habré de soportar que uses una palabra que no existe, maño; aunque sí­ endurar, por cierto.

Gregorio, si con malversar te refieres a trasvasar el texto a otra parte, ya sabes que sí­. Pero cita la fuente: me interesa más el reconocimiento social que la pasta.

Kamarasa GregorioSamsa

Holgaba decirlo... No puede ser de otro modo. Un resource siempre tiene un source. ;D

Esta entrada me hizo recordar aquel hilo en el que hablaba de los distintos modos de respeto que veí­a, según se estuviera por debajo (admiración), a pie de igualdad o por encima (tolerancia). No recuerdo donde anda ni si se tomó en serio esta distinción, cagontó...

[Ya lo hice, con tu permiso implí­cito. Es que soy un impaciente]