F1 2024: La vida sigue igual

Iniciado por javi, Enero 12, 2024, 08:43:26 AM

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Afirmacionista

¿Qué ha pasado entre Carlos Sainz y Piastri?
Sancta Lejia, ora pro nobis.

Baku

En realidad nada pero no descartemos que a Chains le caiga puro al carecer de nacionalidad británica.
It's very difficult todo esto.

javi

Con todo el peso de la ley.

Es de risa, como leo en el Marca: Hamilton se carga la carrera de tres en la salida, donde siempre son más benevolentes (excepto cuando no está algún brit involucrado), y no sufre sanción; ayer llega Checo y se carga la carrera de Carlos, que había adelantado a Leclerc, y parte de la de éste, tampoco pasa nada. Pero ya lo de la pugna entre Piastri y Sainz es para que se lo hagan mirar, porque si la acción previa de Piastri, cerrando, no tiene sanción, menos aún es cuando Sainz consigue adelantar.

Running is life. Anything before or after is just waiting

Baku

Qué cuadrilla de hijos de puta son los de la maFIA.
It's very difficult todo esto.

javi

Running is life. Anything before or after is just waiting

javi

Running is life. Anything before or after is just waiting

Don Pésimo

Os copio de La Vanguardia un artículo de Pedro Vallín, que tantos fans tiene en el Areópago, sobre piratas y fórmula 1:


La piratería fue una actividad vinculada a la aventura porque la mar oceana no es un territorio donde se puedan imponer leyes ni cobrar tributos. Aquí ya hemos contado en alguna ocasión que la aventura es un género narrativo que requiere ausencia de Estado, ausencia de civilización. Por eso el género aventurero siempre ha buscado aquellos escenarios a los que la ley no llega, ya sean la selva, el marco del riesgo y los imponderables, o los territorios de frontera, que son aquellos espacios o épocas en los que la civilización acecha pero aún no ha impuesto su ley.

Lo vemos en el western, en el cine de capa y espada, en el cine colonial o el cine de exploración, en el cine bélico, en las películas espaciales y, por supuesto en las de piratas y en todas las que se desarrollan en el mar, en la selva, en el desierto, en la montaña o en el espacio. Es decir allí donde no puede llegar una patrulla de la guardia civil.

La aventura y la civilización se excluyen mutuamente, de modo que no es difícil hilvanar que el anarcocapitalismo minarquista, con su rechazo al Estado, a la ley, nace de una patente pulsión adolescente, un regreso a la inmadurez y al romanticismo aventurero. Recuerden que el síndrome del que no quiere crecer se llama síndrome de Peter Pan, que no por casualidad habitaba en un lugar de fantasía que era un trasunto de una isla refugio caribeña para bucaneros.

Porque por más que los piratas surquen los mares en una relativa libertad precivil, de vez en cuando hay que aprovisionar y reparar el bajel, y dormir en una cama sin tener que hacerlo con un ojo abierto ante la impertinente llegada de las autoridades. Así nacieron los puertos francos, lugares remotos o secretos donde filibusteros y corsarios pudieran tomar aliento y distribuir y gozar el botín (entre el juego y la prostitución) antes de enfrascarse en una nueva campaña de asaltos.

Quizá el puerto franco más conocido de los relatos de piratería sea la Isla de la Tortuga, en Haití, bautizada así por Cristóbal Colón durante su primer viaje a América. Con una costa norte enriscada e inaccesible por mar y un puerto refugio en su costa Sur, los bucaneros traficaban allí con tabaco, cuero, metales preciosos y otras materias con tal libertad que España y Francia, principales víctimas de la piratería, trataron de controlar este enclave (con éxito relativo) durante todo el siglo XVII, edad de oro de la piratería. Y pese a caer definitivamente bajo control francés, hasta 1670 no estuvo sometida un régimen legal y tributario digno de tal nombre, de modo que fue puerto refugio de los corsarios del Caribe y lugar de contrabandos de todo tipo durante décadas.

La saga de Disney Piratas del Caribe en el cine y las novelas de Emilio Salgari en la literatura de aventuras son las más famosas referencias culturales de la isla, si bien durante los siglos XVII al XIX fue un enclave citado habitualmente en infinidad de novelas de marinería.

En todo caso, muchísimas ciudades portuarias prosperaron desde el Renacimiento a la Edad Contemporánea, pero incluso las integradas en Estados más o menos sólidos se adhirieron a este relajo de la ley y el orden en beneficio del comercio. Piensen en la Venecia de Renacimiento, el Nueva York del siglo XX o localizaciones singulares para el comercio marítimo como Singapur o Panamá. Este vínculo entre el relajo de las leyes y el acceso al mar ha perdurado por los siglos: si el mar es la jungla y la ciudad es la ley, el puerto es un territorio de frontera y como tal se rige por las leyes de la frontera que no son las leyes del Estado. De hecho, hasta hace bien poco, en las ciudades con puerto mercante de cualquier país europeo, los barrios aledaños a los muelles han sido lugares de escasa reputación, mala vida y francamente desaconsejables para la gente de orden cuando caía la noche.

La tradición comercial de Holanda, un país robado al mar, se basa precisamente en sus puertos, y no ha de extrañar que fuera precisamente en este lugar donde surgiera la primera versión radicalizada del liberalismo, los llamados librecambistas que, como relata José María Lassalle en El liberalismo herido, son los genuinos antepasados de los neoliberales de Milton Friedman y de su reciente versión tumoral, los anarcocapitalistas de Javier Milei. Si, como hemos visto, la ley y el orden son anatema para la aventura pero indispensables para la civilización, también son un verdadero estorbo para los negocios dudosos y jugosos.

La paradoja es que, con el paso de las centurias, los antiguos puertos francos han ido conviviendo con su versión financiera, los paraísos fiscales, y en este arranque de siglo, con las megaurbes obsesionadas con los flujos de grandes capitales, que se vuelven en sí mismas un producto y no un escenario de vida urbana. Cada emirato árabe está obsesionado con desarrollar este modelo de ciudad pensada para atraer y cobijar el dinero antes que las personas. Y están Las Vegas, Miami, Montecarlo, Doha...

Si la ciudad es el producto, hay que anunciarla. El fondo de inversión Liberty Media (ojo al nombre), propietario de la Fórmula 1, ha encontrado en ellas un nicho de negocio evidente: al margen del interés que despierte en el público local el deporte en cuestión, el anuncio planetario bien vale lo que el fondo estadounidense cobra. Es curioso repasar, al lado de los circuitos clásicos del calendario, las ciudades que se han ido incorporando los últimos años a la F1, la mayoría con recorridos urbanos, y ver ese sesgo con la tradición portuaria y mercader. Sangay (China), Yeda (en Arabia Saudí), el viejo Zandvoort (en Holanda), Valencia (España), Las Vegas y Miami (Estados Unidos), Abu Dhabi, Shakir (Bharéin), Bakú (Azerbaiyán) y, claro, Singapur, a las que por supuesto hay que sumar nuestro veterano Gran Premio de Mónaco, donde ya no hay carreras sino procesiones, porque no se puede adelantar. Por supuesto, no ganan dinero con la F1, lo gastan.

Y nada, que la Fórmula 1 viene a Madrid. Nuestra Isla Tortuga.
Me cago en el Sistema Solar

Baku

Cita de: Don Pésimo en Hoy a las 04:30:41 PMOs copio de La Vanguardia un artículo de Pedro Vallín, que tantos fans tiene en el Areópago, sobre piratas y fórmula 1:


La piratería fue una actividad vinculada a la aventura porque la mar oceana no es un territorio donde se puedan imponer leyes ni cobrar tributos. Aquí ya hemos contado en alguna ocasión que la aventura es un género narrativo que requiere ausencia de Estado, ausencia de civilización. Por eso el género aventurero siempre ha buscado aquellos escenarios a los que la ley no llega, ya sean la selva, el marco del riesgo y los imponderables, o los territorios de frontera, que son aquellos espacios o épocas en los que la civilización acecha pero aún no ha impuesto su ley.

Lo vemos en el western, en el cine de capa y espada, en el cine colonial o el cine de exploración, en el cine bélico, en las películas espaciales y, por supuesto en las de piratas y en todas las que se desarrollan en el mar, en la selva, en el desierto, en la montaña o en el espacio. Es decir allí donde no puede llegar una patrulla de la guardia civil.

La aventura y la civilización se excluyen mutuamente, de modo que no es difícil hilvanar que el anarcocapitalismo minarquista, con su rechazo al Estado, a la ley, nace de una patente pulsión adolescente, un regreso a la inmadurez y al romanticismo aventurero. Recuerden que el síndrome del que no quiere crecer se llama síndrome de Peter Pan, que no por casualidad habitaba en un lugar de fantasía que era un trasunto de una isla refugio caribeña para bucaneros.

Porque por más que los piratas surquen los mares en una relativa libertad precivil, de vez en cuando hay que aprovisionar y reparar el bajel, y dormir en una cama sin tener que hacerlo con un ojo abierto ante la impertinente llegada de las autoridades. Así nacieron los puertos francos, lugares remotos o secretos donde filibusteros y corsarios pudieran tomar aliento y distribuir y gozar el botín (entre el juego y la prostitución) antes de enfrascarse en una nueva campaña de asaltos.

Quizá el puerto franco más conocido de los relatos de piratería sea la Isla de la Tortuga, en Haití, bautizada así por Cristóbal Colón durante su primer viaje a América. Con una costa norte enriscada e inaccesible por mar y un puerto refugio en su costa Sur, los bucaneros traficaban allí con tabaco, cuero, metales preciosos y otras materias con tal libertad que España y Francia, principales víctimas de la piratería, trataron de controlar este enclave (con éxito relativo) durante todo el siglo XVII, edad de oro de la piratería. Y pese a caer definitivamente bajo control francés, hasta 1670 no estuvo sometida un régimen legal y tributario digno de tal nombre, de modo que fue puerto refugio de los corsarios del Caribe y lugar de contrabandos de todo tipo durante décadas.

La saga de Disney Piratas del Caribe en el cine y las novelas de Emilio Salgari en la literatura de aventuras son las más famosas referencias culturales de la isla, si bien durante los siglos XVII al XIX fue un enclave citado habitualmente en infinidad de novelas de marinería.

En todo caso, muchísimas ciudades portuarias prosperaron desde el Renacimiento a la Edad Contemporánea, pero incluso las integradas en Estados más o menos sólidos se adhirieron a este relajo de la ley y el orden en beneficio del comercio. Piensen en la Venecia de Renacimiento, el Nueva York del siglo XX o localizaciones singulares para el comercio marítimo como Singapur o Panamá. Este vínculo entre el relajo de las leyes y el acceso al mar ha perdurado por los siglos: si el mar es la jungla y la ciudad es la ley, el puerto es un territorio de frontera y como tal se rige por las leyes de la frontera que no son las leyes del Estado. De hecho, hasta hace bien poco, en las ciudades con puerto mercante de cualquier país europeo, los barrios aledaños a los muelles han sido lugares de escasa reputación, mala vida y francamente desaconsejables para la gente de orden cuando caía la noche.

La tradición comercial de Holanda, un país robado al mar, se basa precisamente en sus puertos, y no ha de extrañar que fuera precisamente en este lugar donde surgiera la primera versión radicalizada del liberalismo, los llamados librecambistas que, como relata José María Lassalle en El liberalismo herido, son los genuinos antepasados de los neoliberales de Milton Friedman y de su reciente versión tumoral, los anarcocapitalistas de Javier Milei. Si, como hemos visto, la ley y el orden son anatema para la aventura pero indispensables para la civilización, también son un verdadero estorbo para los negocios dudosos y jugosos.

La paradoja es que, con el paso de las centurias, los antiguos puertos francos han ido conviviendo con su versión financiera, los paraísos fiscales, y en este arranque de siglo, con las megaurbes obsesionadas con los flujos de grandes capitales, que se vuelven en sí mismas un producto y no un escenario de vida urbana. Cada emirato árabe está obsesionado con desarrollar este modelo de ciudad pensada para atraer y cobijar el dinero antes que las personas. Y están Las Vegas, Miami, Montecarlo, Doha...

Si la ciudad es el producto, hay que anunciarla. El fondo de inversión Liberty Media (ojo al nombre), propietario de la Fórmula 1, ha encontrado en ellas un nicho de negocio evidente: al margen del interés que despierte en el público local el deporte en cuestión, el anuncio planetario bien vale lo que el fondo estadounidense cobra. Es curioso repasar, al lado de los circuitos clásicos del calendario, las ciudades que se han ido incorporando los últimos años a la F1, la mayoría con recorridos urbanos, y ver ese sesgo con la tradición portuaria y mercader. Sangay (China), Yeda (en Arabia Saudí), el viejo Zandvoort (en Holanda), Valencia (España), Las Vegas y Miami (Estados Unidos), Abu Dhabi, Shakir (Bharéin), Bakú (Azerbaiyán) y, claro, Singapur, a las que por supuesto hay que sumar nuestro veterano Gran Premio de Mónaco, donde ya no hay carreras sino procesiones, porque no se puede adelantar. Por supuesto, no ganan dinero con la F1, lo gastan.

Y nada, que la Fórmula 1 viene a Madrid. Nuestra Isla Tortuga.


Aquí en vaso de vídeo:

https://x.com/LaVanguardia/status/1791407846212423844
It's very difficult todo esto.